18 de octubre de 2012

Qué es el I Ching




"El I Ching ofrece un medio para adentrarse en las situaciones difíciles, sobre todo aquellas que, por su carga emocional, tornan inútil el conocimiento racional, pese a lo cual requieren de nosotros que decidamos y actuemos. Expresa un espíritu consagrado al modo de vivir mejor como individuos, en relación tanto con el mundo interior como con el exterior.
El I Ching puede hacer esto porque es un oráculo. Se trata de un tipo especial de espacio imaginativo, dispuesto para un diálogo con los dioses o espíritus, esa base creativa de la experiencia que ahora llamamos inconsciente. Todo oráculo traduce el problema o la pregunta que se le plantean a un lenguaje de imágenes, como el de los sueños. Cambia nuestra manera de experimentar la situación, a fin de vincularnos con las fuerzas interiores que le dan forma. Las imágenes del oráculo disuelven lo que está bloqueando ese vínculo, con lo cual los espíritus se tornan abordables.
Este procedimiento ha sido creado para las situaciones en que uno se siente sujeto por algo que se halla detrás de los hechos ordinarios de la vida. El I Ching describe gráficamente diversos tipos de encrucijada. Sus símbolos componen un diccionario de las fuerzas que mueven y cambian el alma. Trabajar con esas imágenes desvanece el punto de vista que tenemos de la situación y reforma nuestra captación de esas fuerzas. El objetivo de este proceso es una claridad intuitiva que se denomina, tradicionalmente, shen ming o la luz de los dioses. Es un brillante espíritu creativo, clarividente y comunicado.
Consultar un oráculo y verse a sí mismo en términos de los símbolos o encantamientos que presenta es un modo de contactarse con lo que la creación del mundo moderno ha reprimido. Nos devuelve a lo que los antiguos llamaban el mar del alma, dando consejos sobre las actitudes y los actos que conducen a la experiencia del significado imaginativo. La consulta oracular insiste en la importancia de la imaginación. Es el corazón de la magia, mediante el cual nos habla el mundo viviente. El moderno interés por las culturas alternativas y los caminos antiguos es un reflejo de nuestra necesidad de recuperar ese corazón de magia, pues constituye el medio por el que nuestro ser interior habla, piensa y actúa."


Extraído del libro I Ching - El Clásico Oráculo Chino, de Ritsema y Karcher - Javier Vergara Editor

16 de octubre de 2012

En el campo de tensión de la joven China





El inicio de la guerra mundial puso rápido fin al dominio alemán del territorio de Kiatschou y Tsingtau. Japón, que comprendió al instante la gran oportunidad que se le ofrecía de poner pie firme en el nordeste de China, declaró, casi inmediatamente, la guerra al Imperio alemán y conquistó sin grandes esfuerzos el territorio en noviembre de 1914. China, en cambio, fue respetada por la lucha de las grandes potencias occidentales, lucha que, a diferencia de lo que habría de ocurrir en la segunda guerra mundial, quedó limitada básicamente a Europa. Cuando, en 1917, bajo las presiones de Estados Unidos, Alemania declaró asimismo la guerra, fue tan sólo para no quedar en inferioridad respecto al Japón a la hora de firmar los acuerdos de paz para el futuro. El Tratado de Versalles, que dio al traste con estas cábalas y, frente a todo pronóstico, no devolvió los antiguos derechos alemanes sobre el territorio de Kiautschou a China, sino al Japón, surtió el efecto de un trueno que hizo despertar definitivamente de su letargo a toda China. A pesar de la revolución de 1911, la década de 1905 a 1915 había transcurrido en sorprendente calma por lo que se refiere a la actividad intelectual de la joven China. Pero, después, la tormenta empezó a rugir con tanta mayor violencia, hasta descargar, por último, en la famosa revolución político-intelectual del «movimiento 4 de mayo», en 1919.
De hecho, el «movimiento 4 de mayo» expuso a la pública vergüenza toda la vieja China, y ello esencialmente por motivos nacionales: porque con toda su concepción espiritual había demostrado ser demasiado débil para hacer frente a la agresión ideológica y material de Occidente. Demandas culturales, como la de suprimir la lengua clásica, el «latín» de los círculos literarios, en la que estaba redactada prácticamente toda la literatura china, se unieron a exigencias sociales, como, por ejemplo, la que pedía la disolución del tradicional sistema patriarcal en la familia, junto a proclamas políticas en las que por primera vez emergían ideas claramente socialistas, y todo ello vino a poner de manifiesto la efectividad del modelo de la revolución de octubre en Rusia. Si la guerra mundial tuvo de inmediato escaso efecto en China, las derivaciones psicológicas, que pudieron apreciarse después, fueron, en cambio, amplias y profundas. Hasta 1914, China había estado dominada por un delirante complejo de inferioridad, presidido por un odio ora amagado ora amenazador,  respecto a Occidente, no sólo en el plano técnico-militar, sino incluso en el intelectual y moral. El único pequeño rayo de esperanza provenía del Japón, que con su victoria sobre Rusia en 1904 había demostrado a un mundo atónito que, evidentemente, la superior técnica moderna del armamento no estaba vinculada necesariamente a la raza blanca, sino que podía alcanzarse en cuestión de unas décadas. Sin embargo, esta sensación fue barrida literalmente cuando, terminada la guerra, el popular político y periodista Liang Ch'i-ch'ao (1873-1929), antiguo discípulo de K'ang Yu-weis, fue enviado como jefe de una delegación semioficial de observadores chinos a Versalles, para asistir a las negociaciones de paz, y, tras un viaje por Europa, informó de las consecuencias que para ésta había tenido la conflagración mundial. Con sus brutales batallas, con su inconcebible sacrificio de vidas humanas y valores, Occidente y, en parte también, su progreso técnico-científico hasta entonces admirado sin reparo al menos en secreto, perdieron el prestigio conquistado: Europa y América se habían desacreditado moralmente, cosa que tal vez en China significaba más que en parte otra alguna, y el esplendor de «Mister Science» y «Mister Democracy» empezó a palidecer un tanto. Lo mismo era válido para el Japón, que si todavía a principios de siglo constituía un centro de peregrinación de todos los intelectuales progresistas, ahora aparecía, cada vez más claramente, como un nuevo enemigo corrompido por el mismo demonio que Occidente. A esto hay que añadir la entrada en escena de la Unión Soviética que con su sola existencia y la victoriosa represión de las tropas invasoras derrotó a las potencias imperialistas en su propio terreno; todo ello, unido a su mayor proximidad a China por razón de sus dimensiones geográficas y estructura social, que a las diminutas naciones industriales de Europa, hizo que la Unión Soviética apareciera cada vez con más insistencia en primer plano como prototipo.
Aunque resulte extraño, el prestigio militar de Alemania, erigida pomposamente en potencia militar por excelencia de 1871 a 1914, fue con mucho lo que menos sufrió bajo los efectos de la guerra mundial, no sólo por la compasión que inspirara como potencia vencida, sino también por el tacto con que el gobierno alemán supo reactivar unas relaciones más adormecidas que truncadas. En Versalles, fue más bien una especie de solidaridad entre dos naciones perjudicadas lo que hizo que China y Alemania se acercaran una a otra. Durante la guerra, Richard Wilhelm tuvo que dedicar gran parte de sus energías a tareas de organización en misiones, escuelas y Cruz Roja, tareas tanto más importantes cuanto que las misiones habían sido excluidas casi por completo en las medidas oficiales de requisa e internamiento. Sin embargo, la ocupación por los japoneses del territorio de Kiautschou trajo consigo cierto distanciamiento respecto al resto de China, incluso una vez concluida la guerra. Por esto, la conmoción provocada por el «movimiento 4 de mayo» penetró en Tsingtau sólo a base de pequeñas oleadas en forma de algaradas en la escuela. Pero precisamente esta situación permitió la continuación ininterrumpida de los trabajos de traducción y el contacto permanente con, al menos, algunos viejos amigos chinos, en especial con Lao Nai-hsüan.
Cuando Richard Wilhelm volvió a pisar suelo china a principios de 1922, como asesor científico de la embajada alemana en Pekín, después de haber permanecido un año largo en Alemania, adonde había llegado en 1920 como repatriado, se encontró con una China nueva que ya no tenía gran cosa en común con la vieja, que había subsistido por algún tiempo en Tsingtau. Precisamente la Universidad de Pekín, donde Richard Wilhelm enseñó entonces durante algún tiempo en calidad de profesor invitado, se había convertido en 1919 en punto de reunión de talentos antagónicos, bajo el presidente Ts'ai Yüan-pei, formado en Alemania y al que ya nos hemos referido por su alusión al cristianismo; también algunos de los fundadores del partido comunista de China, creado en 1921, como Ch'en Tuhsiu (1879-1842), Li Ta-chao (1888-1927) e incluso Mao Tse tung (nacido en 1893), que desempeñó algún tiempo un cargo en la biblioteca, mantenían estrechos contactos con esta prestigiosa Universidad que aún en 1922 seguía siendo, aunque en menor medida, centro de impulsos político-culturales.
La nueva consciencia, que, a la vista del hundimiento moral de las viejas potencias colonialistas de Occidente, animaba a la joven intelectualidad china, se traducía en una insaciable avidez de saber y una singular osadía para componer ideologías a base de los más dispares elementos chinos y occidentales. Estos sistemas ideológicos tenían casi siempre una vida harto efímera; muchos de sus creadores, influyentes escritores, políticos e intelectuales, en ocasiones todo ello en una sola persona, peregrinaban por las más contrapuestas concepciones cosmogónicas, como si fueran pasillos, en el espacio de algunos años y casi sin darse cuenta. Pero detrás de todas sus contradicciones se escondía siempre, como secreto leitmotiv, el problema de cómo China podría hacerse con una ideología equiparable en fuerza interior a las de Occidente y, al mismo tiempo, lo suficientemente china como para satisfacer el viejo orgullo nacional. La intelectualidad china afronta esta cuestión elemental en tres fases perfectamente diferenciadas: hasta principios de nuestro siglo se ensayó la fórmula de dividir en dos parcelas la cultura occidental: una material y técnica, que se pensaba adoptar para el «uso práctico», y otra inmaterial y espiritual, que se rechazaba abiertamente en interés de la conservación de las tradiciones propias. Sin embargo, al comprobarse que la escisión era sencillamente insostenible, por espacio de unos veinte años siguió una capitulación casi total de la cultura china frente a la occidental, que hubo de soportar la oposición de algunos intelectuales, entre ellos, Ku Hung-ming, sabio que -detalle significativo- era conocido y respetado en Europa, y no en China. Richard Wilhelm tradujo en 1911 la obra capital de Kung-Hung-ming (1857-1928), La defensa de China contra las ideas europeas (Chinas Verteidigung gegen europäische Ideen). Esta capitulación se manifestó con toda diafanidad el año 1905 en la abrogación de las pruebas de estado, que, de acuerdo con los documentos, contaban con milenios de antigüedad; dicha abrogación trazó una línea de separación, respecto a la tradición, más clara que la constitución de la república en 1912.
Durante este período llegaron a China, en grandes cantidades, sistemas ideológicos occidentales, la mayoría de ellos dando el rodeo por el Japón y gracias al concurso de estudiantes chinos en el extranjero, a los que, en parte, se debe que no pocas ideas encontraran cabida, de inmediato, en elementales libros de texto. Las primeras ideas occidentales que influyeron en China fueron las relativas a la teoría de la evolución que se difundieron hacia el 1900 gracias a la traducción de las obras de Darwin, Spencer y Thomas Huxley. Digno de mención es asimismo la entusiasta acogida que tuvo el anarquismo de Kropotkin, de manera especial entre numerosos estudiantes chinos de Tokio y París. Sin embargo, la mayor resonancia correspondió al pragmatismo de John Dewey, adoptado por los estudiantes chinos en Estados Unidos y al neorrealismo de Bertrand Russell, cuyas obras habían sido publicadas en chino durante la guerra mundial. Estos dos filósofos emprendieron sendos viajes en 1919/1920 por numerosas provincias chinas pronunciando conferencias en los centros culturales más importantes; Dewey permaneció en China más de dos años; Russell, un año; el efecto que provocó en especial Russell en la joven China fue impresionante. Sin embargo, fue a causa de hombres como Russell, que se inició, o al menos se propició, la tercera fase cronológica en el examen de la cultura occidental por parte de los chinos. Europa había sufrido graves daños espirituales a causa de la primera guerra mundial, extremo que China podía constatar no solo por el testimonio de sus guías intelectuales, sino incluso con sus propios ojos. A China correspondía ahora, por lo tanto, la tarea de ofrecer a occidente una nueva imágen directriz. Esto es lo que nos dice, por ejemplo, B. Russell en varios pasajes de su interesante libro El problema de China (The problem of China), publicado en 1922. Tanto él como sus seguidores chinos no pretendían en modo alguno con ello pronunciar una sola palabra en favor de una restauración de la vieja China; lo que ellos tenían in mente era la fusión de la mentalidad racionalista de Occidente con la cultura china, sin destruir la estructura interior de ésta con sus esquemas éticos, para así preparar una fructificación de Occidente a cargo de China. Pero, de forma inesperada, este proyecto ideológico brindó a las fuerzas más conservadoras y, al mismo tiempo, más racionalistas, una nueva posición defensiva. Liang Ch'i-ch'ao no pertencía aún a ellas. Su crítica a Occidente se limitaba por entonces al «poder omnímodo de la ciencia», con que «Europa había venido soñando desde hacía mucho tiempo», y a la «civilización material» de cuyo hundimiento confiaba en que sería rescatada por la «voluntariosa juventud china». Pero su coetáneo Liang Sou-ming (nacido en 1893) elaboró con todo ello una apoteosis de la cultura china, que, en su opinión, se debería caracterizar por su respeto a la vida, su austeridad, intuición, amor humano, espontánea equidad y satisfacción individual.
Como palabra clave de este movimiento que iba tomando cuerpo paulatinamente contra la agresión racional de Occidente, no tardó en cristalizar el concepto de «vida». Pero, de repente, también aquí surgió una corriente filosófica nacida en Europa para defender la tradición china: la filosofía de la vida que tenía en Henri Bergson su representante más personal y que había encontrado especial aceptación en Alemania, donde Hans Driesch y Rudolf Eucken se erigieron en sus principales propulsores. Diversos miembros de la delegación de observadores en Versalles, dirigida por Liang Ch'i-ch'ao, con el filósofo Chang Chün-mai (Carsum Chang) (1886-1918), formado en Alemania, a la cabeza, aprovecharon la ocasión para visitar a Bergson, Driesch y Eucken para convencerse por sí mismos de la superioridad de la cultura china en el terreno del cuidado intuitivo de la vida.
Algunos años después, Chang Chün-mai, de regreso a China, pronunció una conferencia en la Universidad Tsing-hua de Pekín (14 de febrero de 1923) sobre el tema «Visión de la vida», que tuvo enorme eco y podría ser considerada el punto de partida de los esfuerzos en pro de un pensamiento genuinamente chino, contra la irrupción de Occidente. Los debates en diferentes publicaciones periódicas, que siguieron a esta conferencia, atrajeron a los intelectuales más destacados de la China de entonces; las discusiones se prolongaron durante más de un año y dieron lugar a trabajos que ocuparon cientos de páginas. Aún cuando no condujo a ningún resultado concreto, o precisamente por ello, fue con mucho la más importante controversia intelectual habida en la China moderna antes de la fundación de la República Popular en 1949. Su problemática, expuesta pero no resuelta, ha seguido ejerciendo influencia hasta nuestros días. Para el ojo del entendido, dicha problemática es reconocible todavía detrás de las discusiones entre China y la Unión Soviética, en las que está en juego, dentro del plano ideológico, la primacía de los «medios de producción» o de la «consciencia socialista», como principio para el desarrollo gradual de una sociedad socialista, primero, y, después, comunista; y se esconde incluso detrás del desprecio tantas veces cacareado, sobre todo durante la revolución cultural, de China a la bomba atómica, como mero recurso técnico en definitiva, erigido en «tigre de papel» frente a la fuerza viva de la consciencia socialista.
Chang Chün-mai, que adoptó directamente de Eucken el título de su conferencia («Visiones de la vida a cargo de grandes pensadores»), formuló en el centro de sus manifestaciones la tésis siguiente: «La ciencia no está
en condiciones de resolver el problema de la vida. Los grandes filósofos de la historia fueron quienes intentaron hallar una solución al problema de la vida. Entre nosotros hubo toda una falange de filósofos, empezando por Confucio y Mencio para terminar con los neoconfucionistas de los tiempos de Sung y Ming, que, con ello, crearon la gran cultura espiritual de China» (1 O. Briére: Fifty Yearse of Chínese Philosofophy, 1898-1950 (Cincuenta años de filosofía china, 1898-1950), Londres, 1956, pá-gina 29.). Contra esta concepción se elevó al momento un grito de indignación en aquellos sectores de la intelectualidad china que se prometían una liberación definitiva del agarrotamiento provocado por un confucionismo evidentemente petrificado en el curso de los siglos, liberación que sólo podía llegar de la mano de las ciencias naturales. Para ellos, palabras como «vida» e «intuición», que Liang-Sou-ming había erigido en características de la concepción cosmogónica china, eran estructuras nebulosas faltas de núcleo real, a través de las cuales había de penetrar en China una nueva «metafísica», hecha de una amalgama bergsoniana y diversas ideas neoconfucionas. La controversia entró en detalles muy concretos, pero en sus líneas generales permaneció muy confusa. De una parte, los partidarios de la «filosofía de la vida» no podían definir categóricamente de forma exacta el objeto de que hablaban, porque los dominios de la vida excedían a la capacidad aprehensora de la ciencia; por otra, a los que propugnaban la «ciencia» les resultaba difícil demostrar que todos los enigmas no resueltos por la ciencia eran insoluoles, no en principio, sino sólo momentáneamente. Tomando como base el número de sus representantes y la extensión y agudeza de sus trabajos, los detractores de la filosofía de la vida obtuvieron mejores resultados que sus defensores, por ser más agresivos, constantes y activos. No obstante, la filosofía de la vida, como correspondía a su esencia, penetró solapadamente en los conceptos de los más dispares partidos, no sólo de la derecha, dentro de la cual se aprecia claramente la influencia en el movimiento «Nueva Vida» creado por Chiang Kai-shek (1887-1975), sino, en parte, también en la izquierda; en definitiva, la filosofía de la vida está unida íntimamente con el elemento de la consciencia nacional china y en muchos aspectos se identifica con ella, cualquiera que sea la forma visible que adopte.
Para valorar correctamente la postura de Richard Wilhelm en Pekín, después de la guerra mundial, es necesario conocer este trasfondo multiestratificado. Exactamente en el corto período de dos años entre principios de 1922 y mediados de 1924, que pasó de nuevo en China, tuvo lugar la discusión en torno a la filosofía de la vida. No disponemos de pruebas de que Richard Wilhelm tomara directamente parte en dicha controversia, pero, indirectamente, seguro que se sintió estrechamente vinculado a ella. Conocía bien a Chang Chün-mai, que mantenía estrechísimas relaciones con Alemania. Richard Wilhelm lo encontró por última vez poco antes de embarcar definitivamente en Shanghai (1924) con destino a Alemania y, con este motivo, escribió en su diario: «El círculo que se agrupa en torno a Chang y trabaja con él en el futuro de China, dentro del terreno político y filosófico, tiene una significación decisiva y es de esperar que sus esfuerzos se vean coronados por el éxito.» Escasamente dos años antes, en octubre de 1922, había dado la bienvenida a Hans Driesch en Nanking, el cual había sido invitado, por mediación de Chang, a pronunciar una serie de conferencias por espacio de un año. Por cierto que también fueron invitados Bergson y Eucken, quienes, sin embargo, no llevaron a cabo su propósito; por lo que se refiere a Eucken, la gira fue sustituida por un librito, editado conjuntamente por Eucken y Chang en 1922 bajo el título de El problema de la vida en China y Europa (Das Lebensproblem in China und Europa); la parte debida a la pluma de Eucken se definía expresamente como «método de vida para chinos». Debido a esta circunstancia, Richard Wilhelm encontró en Nanking a Liang Ch'i-ch'ao, impulsor principal de todas aquellas giras de sabios occidentales por China, que unos meses después, al producirse la controversia en torno al problema de la vida, se puso al lado de su discípulo Chang Chün-mai. «Con Liang Ch'i-ch'ao encontré toda una serie de representantes de la joven China», escribiría después Richard Wilhelm. «Aquí está surgiendo algo totalmente desconocido. Resulta en verdad sorprendente lo que ha ocurrido en un par de años, y uno se halla frente a un mundo, totalmente nuevo, de la vida intelectual más avanzada. Toda es gente joven que ha trabajado mucho. Aquí es donde hemos de procurar establecer contacto.»
No cabe duda de que, después de la Gran Guerra, Richard Wilhelm se relacionó en especial con los intelectuales conservadores, como ya hiciera en Tsingtau. Pero si se decidió a favor de ellos no fue a causa de una actitud propia conservadora —su abierto enfrentamiento a corrientes análogas en Europa lo hace improbable—, sino llevado de una estima apasionada de los valores de la cultura genuínamente china que, según él, sólo en estos círculos era respetada y cultivada. Aparte de ello, lo que más le fascinaba de la filosofía de la vida —con toda seguridad, de la versión china más que de la europea, aun cuando a buen seguro no se debía a la mera causalidad que su editor, Eugen Diederichs, fuera asimismo el de Bergson y Driesch— era la idea de una humanidad unitaria, que escapaba al frío análisis científico y, en consecuencia, también a la planificación. Los peligros que se escondían en la incontrastable nebulosidad de conceptos como «vida», «intuición» y «naturaleza», le parecían mínimos, frente al peligro de que cayera, hecha pedazos, la imagen espontánea del hombre, captada por numerosas civilizaciones pretéritas, a manos de los modernos análisis científicos del hombre.
Precisamente de aquí arranca también su gran admiración por Goethe, quien, desde que siendo un muchacho recibió como regalo de confirmación sus obras completas, le acompañó durante toda su vida. Richard Wilhelm estaba convencido de que a través de Goethe, a quien en uno de sus trabajos comparaba agudamente con Lao-tse, resultaba muy fácil establecer una conexión entre China y Occidente, en particular entre China y Ale-mania; y con toda seguridad que a su influencia se debe, al menos en parte, que en 1923, precisamente durante su segunda estancia en China, Goethe empezara a ser conocido de amplios círculos culturales chinos, gracias a varias ediciones de las obras completas, con motivo del 90 aniversario de su muerte. Algunos años después, Richard Wilhelm intentó repetir el golpe, esta vez ya desde Alemania, con la publicación de Poesías de cien mujeres hermosas (Gedichte hundert schoner Frauen) (1827) y Calendario chino-alemán (Chinesisch-Deutsche Jahres-und Tageszeiten) (1830), en el centenario de la primera edición de estas obras de Goethe. Por este motivo resulta tanto más extraño que tampoco entrara en contacto con el sabio Kuo-Mo-jo (nacido en 1892), el más prolífico traductor de Goethe, que aún hoy ocupa un lugar destacado en la vida intelectual de China como presidente de la Academia de Ciencias. El hecho de que Kuo-Mo-jo se uniera pronto al partido comunista habría podido mover a Richard Wilhelm a una controversia más profunda con el comunismo, controversia que, así, nunca tuvo lugar. Es posible que el grupo de partidarios de la vieja China congregado en torno a Liang Ch'i-ch'ao y Chang Chün-mai, ya bastante debilitado pero aun así consistente y activo, hiciera que su mirada se fijara en los actores del profundo cambio que se estaba fraguando. Cabe imaginar asimismo que Richard Wilhelm viera con plena consciencia su tarea exclusivamente en trasplantar a Europa determinadas parcelas de una vieja China que se iba para siempre y de este modo no sólo ganar sus valores para Occidente, sino, en definitiva, conservarlos también para la propia China.


Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega

El misionero en la antigua China





Los primeros misioneros cristianos, monjes franciscanos entre los que se encontraba uno de la provincia de Colonia, predicaron en Pekín ya a principios del siglo XIV, pero no fue sino hasta el siglo XVI que consiguieron florecer las misiones en la corte china bajo la dirección de los jesuitas. No fue sólo la erudición de los padres, sobre todo en el campo de las ciencias naturales, la que les abrió las puertas, sino más bien —como lo demuestra Matteo Riccis (1552-1610), el más grande de todos— la sincera disposición de penetrar en la cultura china y empezar por aprender de ella como quien acude por primera vez a la escuela. Todos los misioneros más destacados de esta época, incluido el padre alemán Adam Schall von Bell (1592-1666), que llegó a ser director de la Oficina del Calendario chino, eran al mismo tiempo cultos sinólogos. La disputa litúrgica, que se había iniciado precisamente aquí de la mano de una humanización del cristianismo, puso violento fin a los primeros intentos de una fusión cultural a principios del siglo XVIII; la prohibición de enseñar el cristianismo le fue impuesta al gobierno chino casi desde el exterior.
Cuando, un siglo después, los misioneros cristianos, representados por miembros de la Iglesia Evangélica, volvieron a pisar tierra china, lo hicieron ya bajo un signo muy distinto; quisiéranlo o no, los misioneros iban en compañía del colonialismo occidental empeñados en penetrar cada vez más profundamente en Oriente. Los intentos catequizantes se efectuaban ahora más bien desde abajo —en contra igualmente de la voluntad del gobierno cada vez más débil—, pero sin conseguir un número mencionable de prosélitos entre el pueblo chino. Su mérito incontrovertible radicaba en las actividades caritativas, en la erección de escuelas y hospitales, en tanto que su tesón se centraba en el objetivo, tal vez no siempre visto con claridad, de escrutar un pueblo desde dentro. Así, las misiones y el colonialismo trabajaban conjuntamente en ocasiones,  aunque no mediara convenio verbal alguno. Cuando, en alguna ocasión, se producía un ataque a la religión extranjera por parte del pueblo, seguía indefectiblemente la «protección de las misiones» a cargo de las potencias colonialistas incluso en los casos en que las misiones no solicitaban protección alguna.
Richard Wilhelm no tenía por parte de su familia ninguna relación con las misiones, ya que su padre era un pintor de ventanales de iglesia oriundo de Turingia, pero sí indirectamente a través de la familia de su esposa, a la que conoció en Bad Boll cuando era un joven vicario de veinticuatro años y con la que contrajo matrimonio tres años después. Christian Gottlieb Blumhardt (1779-1838), bisabuelo de su esposa, fue uno de los fundadores de la famosa Sociedad Misionera de Basilea, que más tarde actuó en China como la más grande entidad misionera protestante. Su sobrino, el voluntarioso párroco Johann Christoph Blumhardt (1805-80) se apartó en sus últimos años de los rígidos preceptos de la Iglesia Evangélica. El ejemplo fue seguido, bien que en  otras circunstancias, por su hijo Christoph Blumhardt, padre político de Richard Wilhelm, quien en el curso de su vida se fue interesando cada vez más por cuestiones  sociales y, en consecuencia, se sentía muy cerca  de la  socialdemocracia. Las conversaciones que mantuvo en Bad Boll con Christoph Blumhardt influyeron profundamente en Richard Wilhelm, según manifestaciones de éste. Tal vez estas conversaciones y, en un sentido más amplio, las relaciones con la familia Blumhardt marcaran  su  dual condición de  misionero cristiano; de una parte tenemos que Richard Wilhelm marchó al Lejano Oriente como embajador de la fe cristiana, y, de otra, que, al volver a su patria un cuarto de siglo más tarde, afirmaba  abiertamente no haber bautizado ni a un solo chino durante su estancia en Tsingtau.
La conquista del territorio de Kiatschou, con Tsingtau como su ciudad más importante, por parte de Alemania estuvo relacionada asimismo con la misión cristiana, lo que constituye un detalle harto sintomático; el pacto militar, impuesto por la fuerza en 1898, fue, en realidad, «una medida de represalia» por la muerte de dos misioneros pertenecientes a la congregación S. V. D. El encono de la población china frente a Alemania, país del que no llegó a tener una idea clara hasta la victoria prusiana sobre Francia en 1871, duró algunos años y no se vio precisamente aminorado por la participación del imperio alemán en el aplastamiento de la rebelión de los bóxers. Por cierto que estas cabezas de puente de las potencias colonialistas, de entre las cuales Tsingtau palidecía frente a Hong Kong y Macao, tuvieron una especial importancia en la formación de la China moderna. Dichas ciudades constituían a manera de enclaves que estaban a salvo de las agresiones del gobierno chino y, por este motivo, eran utilizadas —lo mismo que en ocasiones el Japón— insistentemente como refugio natural de las personas enemigas del régimen, pertenecientes a todas las tendencias, función que conservaron hasta finalizada la década de los treinta. Así, pues, aunque resulte irónico, de la protección que brindaban estas ciudades se beneficiaban no sólo los europeos, sino también los revolucionarios que, a largo plazo, pondrían fin a la dominación de las potencias colonialistas en China.
A decir verdad, a principios de nuestro siglo el grupo de fuerzas contrarias al régimen se había escindido ya en numerosos grupúsculos, que únicamente tenían en común el ideal patriótico. Por lo demás, éstos iban desde los reformistas, el más famoso de los cuales fue el estadista y filósofo K'ang Yu-wei (1858-1927), que tuvo que huir del país en 1898 al fracasar su pretendida «Reforma de los cien días», hasta los anarquistas, que, en calidad de estudiantes extranjeros, formaron círculos de gran influencia en los centros de Tokio y París. Otro detalle característico de estos grupos eran sus diferencias ideológicas, motivo por el que, fuera de las fronteras de China, se atacaban enconadamente unos a otros a través de la prensa: para unos, el principal enemigo era la dinastía extranjera de Manchuria, para otros el bloque de las potencias colonialistas occidentales que se mantenía entre bastidores, y, por último, para otros, el sistema de gobierno tradicional en China, la monarquía, con sus prerrogativas de mando y dominio absolutos. No puede sorprender por lo tanto que la joven república, nacida oficialmente en  1912 de una revuelta que tuvo lugar en 1911 y prosperó por casualidad, se limitara a ser una más de la larga serie de gobiernos  frustrados y  no llegara a consolidarse. Incluso la abdicación de la dinastía manchuriana se debió exclusivamente a la presión del poderoso jefe militar Yüan  Shih-k'ai  (1858-1916), que,  en  realidad,  hacía su propio juego y al que la muerte prematura impidió instaurar en 1916 una nueva dinastía con  él mismo como emperador.
Richard Wilhelm fue, al mismo tiempo, maestro y alumno durante los últimos años del imperio chino en el ambiente peculiar del territorio cedido gracias a un convenio militar. Trabajó afanosamente en la fundación y construcción de escuelas alemanas, y dedicó una parte no menor de sus energías al estudio del chino. Al mismo tiempo, se fue dando cuenta de las precarias condiciones interiores y exteriores de las misiones en China; por este motivo, a su dedicación, cada vez más intensa, a la religión y filosofía chinas no le faltaba un punto de escepticismo.
El mismo Richard Wilhelm se refirió en diversas ocasiones a un grave error en el criterio que acerca del cristianismo se formaban los chinos; muchos eran de la opinión (avalada por no pocos misioneros) de que existía una relación directa entre la superioridad científiconatural-técnica de las naciones occidentales y el cristianismo, como exponente oficial de su doctrina. Únicamente los misioneros de espíritu conformista, a quienes escapaba la contradictoria naturaleza de estos dos conceptos, no debieron sufrir con una visión tan simplista. Los más sinceros de entre ellos, al igual que en otro tiempo los jesuitas, procuraban eludir el conflicto presentando ciencia y cristianismo como materias independientes entre sí. Pero, poco a poco, los alumnos más avispados empezaron a descubrir la esencia de esta escisión y a pensar que, como dijo en cierta ocasión Ts'ai Yüan-p'ei (1868-1940), presidente de la Universidad de Pekín, en Europa el cristianismo poseía la función de los bellos ropajes antiguos que uno se pone, aunque ya no sea momento, porque sería una lástima tirarlos. La acusación, pronunciada o no, de que ahora se pretendía vender estos «antiguos ropajes» a China posiblemente hizo guardar silencio en más de una ocasión a algún buen misionero.
Instaurada la república china, Kiau-tschou desempeñó durante tres años una singular función debido  a  su situación geográfica en el norte del país; se convirtió en una especie de refugio al que acudían destacados políticos  e intelectuales del derrocado régimen manchuriano que ya no se sentían seguros en Pekín. Una fuga hacia el Sur, hasta zonas fuera de la jurisdicción gubernamental, como, por ejemplo, Macao, donde en otro tiempo encontrara cobijo una y otra vez Sun Yat-sen (1866-1925), «padre de la revolución china», resultaba para ellos prohibitiva no sólo a causa de la gran distancia, sino también porque la revolución había partido del sur, territorio que siempre fue considerado más levantisco que el norte, en especial por los manchures. La llegada, vinculada a esta diáspora, de representantes de la suprema intelectualidad china de corte tradicional brindó a Richard Wilhelm, durante este corto período de tiempo, una oportunidad única de entrar en contacto personal con los representantes más destacados de una cultura en decadencia. A ellos tuvo que agradecer que no se le abriera el acceso a la espiritualidad china desde fuera, como al sinólogo científico, sino desde dentro, como sin duda correspondía al teólogo. En 1913, Richard Wilhelm fundó en su propia casa la Tsun K'ung wen she (Sociedad de Confucio), en la que ingresó un número elevado de literatos huidos, amén de varios antiguos gobernadores, ministros y profesores. El campo de tenis fue sacrificado en aras de una biblioteca, para la que redactó el documento de erección el anciano Lao Nai-hsüan (1843-1921), antiguo viceministro de Instrucción Pública.
En su relato Los ancianos de Tsingtau (Die Alten von Tsingtau}, el propio Richard Wilhelm ha descripto la atmósfera mágica, afiligranada del tranquilo período comprendido entre la victoria de la revolución china y la irrupción de la primera guerra mundial. Quien pretenda ordenar correctamente la obra de Richard Wilhelm ha de tener presente estos hitos. Sin duda alguna, el encuentro más decisivo para él fue aquel en que conoció a Lao Nai-hsüan, con cuya ayuda pudo concluir la grandiosa traducción del I Ching o Libro de las mutaciones. El valor de su tarea radica precisamente en que no es una mera traducción, sino, al mismo tiempo, una interpretación, pero una interpretación en la que, por mediación de Lao, ha quedado plasmada una larga tradición china. Algunos escépticos, probablemente en mayor número chinos que occidentales, tal vez pensaban, al contemplar la maldita Sociedad de Confucio en casa de Richard Wilhelm, que en aquel curioso círculo se habían cambiado los «antiguos ropajes» del cristianismo por los del confucionismo y taoísmo, pues los dirigentes de la joven China consideraban que sus dos grandes concepciones del mundo estaban superadas, lo mismo que el cristianismo a los ojos de no pocos espíritus europeos de los siglos XVIII y XIX. Pero incluso bajo este aspecto, el Libro de las  mutaciones ocupa una posición  de privilegio. Este libro  ha acompañado a China desde el inicio de su cultura, precedió no sólo al confucionismo y taoísmo, sino, de hecho, a toda doctrina formulada en China y, por este motivo, se encontraba a salvo de discusiones sobre criterios e interpretaciones. Su influencia es incuestionable incluso en la China actual, pero es en la peculiar concepción de la dialéctica en la naturaleza y en la historia a cargo de Mao Tse tung donde resulta más diáfana.
Es a partir de aquí que se descubre la intención real de la efímera Sociedad de Confucio y su relación con la posterior misión individual de Richard Wilhelm en Europa. Con toda seguridad, a primera vista encontramos, en el bando chino, únicamente un círculo de intelectuales archiconservadores, reaccionarios incluso, de la más dispar procedencia política y los más heterogéneos intereses, que sólo tenían en común su condición de personas desplazadas y en grave peligro. Y si su esperanza de volver a los viejos tiempos se iba extinguiendo lentamente, también los obligaba a concentrarse cada vez con más intensidad en el núcleo atemporal de su visión del mundo para asegurar su supervivencia intelectual. El Libro de las mutaciones, que desde siempre poseyó algo ajeno al tiempo, ofrecía franco acceso, pero también los demás clásicos, confucionistas y taoístas, volvían a revelar de repente la esencia de su pura humanidad tan pronto como, en contraposición a lo que había ocurrido durante muchos siglos, se los dejaba de leer como meros textos de adoctrinamiento al servicio de éste o aquel objetivo político y, así, consciente o inconscientemente se los interpretaba unilateralmente y falsificaba. Fue este proceso selectivo el que descubrió su valor humanamente universal (no limitado a China, sino accesible también a los europeos), al que Richard Wilhelm se adhirió de forma directa y existencial. Desde el lado sinológico se ha reprochado en ocasiones a sus traducciones, para las que recibió la necesaria dinámica y constancia de esta visión directa, no haber captado el tono de los originales y, sobre todo, no haber elaborado convenientemente la condicionalidad de los textos en el tiempo y en el espacio. Sin embargo, este reproche no capta la intención del trabajo de Richard Wilhelm, a quien interesaba el conocimiento del acontecer histórico no como a un historiador, sino como al teólogo, que, pese a todo, siempre siguió siendo, así como la proclamación de un conocimiento en perpetuo devenir, liberado de los condicionamientos del tiempo y el espacio. La penuria de Los ancianos de Tsingtau le permitió descubrir un lenguaje para los escritos chinos que también podía ser entendido en Occidente, precisamente porque el mundo de que procedían estaba sumido en ruinas.


Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega

Richard Wilhelm y la imágen alemana de China





Una tendencia a lo contradictorio caracteriza desde sus mismos inicios las ideas de los europeos acerca de China, el gran imperio de Extremo Oriente. A diferencia de los países del Próximo Oriente, que eran considerados como los que preparaban el camino a la cultura occidental o como sus rivales, a diferencia de la India, de donde Europa recibía el regalo de su espíritu y sus frutos, hasta que, ya en el siglo XIX, el descubrimiento del parentesco lingüístico tejió un nuevo y muy fuerte lazo, China constituía, con su sola existencia, una especie de provocación. No sólo se proclamaba «Imperio del Centro», sino que también lo era en cierto modo, toda vez que había desarrollado una idea del imperio en total independencia respecto a Occidente, de acuerdo con la cual el «Imperio» protegió al mundo ecuménico, civilizado, habitado, y se aseguró la continuidad de la cultura durante un período de tiempo mucho más largo que el concedido a la cultura europea.
Hubo de transcurrir muchísimo tiempo hasta que se constató la existencia de este polo opuesto al de Europa en el otro extremo de Eurasia, a causa, sobre todo, del aislamiento geográfico, de las numerosas estepas y cordilleras que se alzan de por medio y, no menos, a causa de la distancia poco menos que astronómica. Testimonio de ello es la incredulidad, la indignación incluso  que provocaron los primeros relatos de Marco Polo y su revelación de que existía una civilización equiparable, cuando no superior, a la europea. Durante los siglos que siguieron, China volvió a caer en el olvido a los ojos de la Europa civilizada, hasta que, ya en el siglo XVI, apareció de nuevo, ahora de forma irrefutable, en el campo óptico de Occidente, gracias a la correspondencia epistolar y a los libros de los misioneros jesuitas enviados a Oriente. La admiración por China, que empezó a crecer lentamente con los informes de los misioneros, cobró consistencia en el siglo XVIII y se trocó, por último, en una especie de fervor, puso de manifiesto, sin embargo, que este país no era contemplado como lo que realmente era. Si fascinaba no era por su idiosincrasia, sino porque se veía en él algo así como la «anti-Europa», como un «Oriente» que brillaba cada vez con más intensidad, del que una Europa, ahora autocrítica, necesitaba para su nueva orientación. La confrontación intelectual tuvo lugar en el interior,no en el exterior.
Estas oscilaciones del interés parecen haber marcado hasta la actualidad el curso de la confrontación intelectual entre Europa y China. Cuanto más segura de sí misma se sentía Europa, tanto más claramente tenía que descubrir en China la rival implacable de su superior cultura; por el contrario, cuanto más a fondo investigaba sus fundamentos poniendo en entredicho su propia existencia, con tanta mayor insistencia empezaba a depositar sus esperanzas en el gigantesco imperio del centro,  que había  alcanzado una sabiduría al parecer irrevocable a lo largo de sus milenios de historia. Así, en el siglo XVIII, era de la chinoiserie, Leibniz concibió el plan de establecer los fundamentos de una cultura universal, que uniera a los hombres, con ayuda de academias chinas; a él se debe la famosa frase de que Europa, en lugar de catequizar a China, debería pedir a China que enviara misioneros a Occidente. En el siglo XIX, por el contrario, cuando Europa se vio invadida por una fe optimista en el progreso, a consecuencia del enorme desarrollo de la ciencia y la técnica, y empezó a sentir por sí misma un orgullo desmesurado, China fue relegada poco a poco a la condición de reducto de todos los males, de sitio donde se tramaban las más tenebrosas conjuras contra la Humanidad, en una palabra: a la condición de «peligro amarillo». El emperador Guillermo II recogió este estado de ánimo general en el grito, dirigido a los pueblos de Europa, de salvar los «bienes más sagrados» contra el ataque amenazador de Oriente.
Precisamente entonces tiene lugar el nacimiento de Richard Wilhelm: es el año 1873, del que ahora nos separa algo más de una centuria. Cuando, en 1899, fue enviado a Tsingtau el joven y sensible teólogo, al servicio del Allgemein-Evangelisch-Protestantischer Verein, el odio a China estaba precisamente a punto de alcanzar su momento álgido en Alemania, en vísperas del «levantamiento de los bóxers», que costó la vida al embajador alemán en Pekín, Von Ketteler, el 20 de junio de 1900. Veintiún años después, cuando Richard Wilhelm volvía a Alemania en un vapor japonés con algunos prisioneros de guerra alemanes procedentes de Siberia, la gran guerra había cambiado ya el mundo. La pomposa actitud de superioridad, que aún podemos descubrir en no pocos informes de los días que siguieron al levantamiento de los bóxers, se había venido abajo, sobre todo en Alemania, para dejar paso a una disposición viva a aceptar todos los estímulos procedentes del exterior. Por eso, la nueva misión que Richard Wilhelm se propuso con carácter de obligación a poco de volver a su patria, surgió casi de manera espontánea.
Él quería  trazar un boceto de una nueva imagen de China y proporcionar así a su patria —Alemania— un nuevo sistema de ideales.
Carece de interés intentar dilucidar ahora si fue más bien esta imperiosa necesidad o la singular personalidad de Richard Wilhelm la que alumbró su éxito, ciertamente sensacional, y gracias a él cambió el rostro de China a los ojos del público alemán, en el corto decenio de 1920 a 1930, convirtiéndolo, de rostro diabólico, en ese semblante venerable y venerando que desde entonces nunca más ha dejado de ser, ni siquiera —por sorprendente que pueda parecer— durante los  años  del nacionalsocialismo y la alianza militar con el Japón. En cualquier caso, resulta incuestionable su mérito no sólo por haber impulsado esta nueva orientación con su participación  apasionada, sino  también  por haberle  proporcionado una base consistente con sus numerosos escritos  y  traducciones.  De momento, también nuestra comprensión de China tiene que partir de la positiva imagen trazada entonces, aun admitiendo que la China actual se diferencia esencialmente de la vista y amada por Wilhelm, hasta el punto de que en muchos aspectos es su antítesis. Sin embargo, aun reconociendo el impacto causado en la mentalidad por el marxismo-leninismo, hay que  admitir  asimismo la presencia previa de algo inconfundiblemente chino que tiene su fundamento en el carácter y la historia de este país. Y esto es precisamente lo que confiere a muchas de las investigaciones  de Wilhelm un valor que va más allá de su tiempo. Y ello porque cuando Wilhelm consigue captar efectivamente los fundamentos de la cultura china, aunque tal vez algunas connotaciones hayan  quedado superadas, las afirmaciones conservan su validez e incluso resultan tanto más convincentes cuanto que ahora aparecen sin condicionamientos del momento. La simpatía sincera y espontánea hacia el hombre chino, de que da testimonio el primer capítulo de su libro de recuerdos El alma de China (Die Seele Chinas), le permitió alcanzar ese profundo conocimiento, por encima de los obstáculos que en aquellos tiempos tenían que separar necesariamente del pueblo chino a un misionero cristiano, a causa de todo un cúmulo de desafortunadas circunstancias.


Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega