10 de abril de 2013

Antítesis y Síntesis




El Libro de las mutaciones

Antítesis y síntesis

Los ocho símbolos fundamentales
del Libro de las mutaciones

Si queremos entender correctamente el Libro de las mutaciones y su filosofía, hemos de partir de la base de que éste fue inicialmente un libro-oráculo, que contestaba a determinadas preguntas escuetamente con un sí o un no. La respuesta “sí” se representaba gráficamente con un guión largo y la respuesta “no” con un guión en dos segmentos. Pero, muy pronto, el pensamiento chino traspasa los límites del simple oráculo y va perfeccionando paulatinamente un método tan elemental como éste, hasta hacer de él un sistema para la comprensión del mundo. Detalle característico y diferencial del pensamiento chino es que, en tanto que en Europa se toma como punto de partida el ser puro, en China éste es aprehendido en su mutación. Se trata, por consiguiente, de una actitud intermedia entre el budismo y la filosofía occidental del ser. El budismo, que reduce toda existencia a mera forma fenoménica, y la filosofía del ser, que entiende éste como la auténtica realidad oculta tras la apariencia del devenir, constituyen, por así decir, dos conceptos antitéticos. El pensamiento chino busca la conciliación afirmando que los elementos de la antítesis se encuentran en el tiempo y que dos estados, de suyo no conciliables, se concilian al sucederse alternativamente en el tiempo y transformarse el uno en el otro. Resumiendo, podemos decir que la idea fundamental del Libro de las mutaciones es que antítesis y síntesis son generadas en y por el tiempo.¿Por qué es imprescindible sentar como premisa básica una antítesis? El conocimiento empírico nos demuestra que todo cuanto aprehendemos responde a una antítesis, hasta el punto de que sin antítesis no es posible experiencia alguna. Sin antítesis entre sujeto y objeto no hay consciencia, no hay conocimiento empírico. Sin contraste entre luz y oscuridad no es posible, en modo alguno, una impresión sensorial. Es por esto que en todo debe haber antítesis o contrastes que alumbren la consciencia. Pero, de acuerdo con el Libro de las mutaciones, estas antítesis no constituyen algo permanente o duradero, sino que son tan sólo estados o fases de un proceso de transformación en ciclos alternos. Con esto, la antítesis como tal queda reducida a un concepto relativo; todo se reduce entonces a dar con el enfoque correcto para comprenderla. De conseguirlo, ya no nos aferraremos a un polo de la antítesis, adoptando sistemáticamente una actitud negativa para con el otro, sino que, con el fluir del tiempo, experimentaremos las antítesis en nosotros mismos. El secreto radica en la adaptación interior a estas antítesis exteriores, pues si se consigue mantener el mundo interior en perpetua armonía con el mundo exterior, éste no nos podrá ya sorprender y confundir, pese a toda su variedad y pluralidad. Esta es, posiblemente, la idea central que Confucio aportó al Libro de las mutaciones. En China, Confucio es considerado como el sabio que mejor supo adaptar el comportamiento propio al espíritu y costumbres de su tiempo. Se le atribuye una máxima, según la cual lo correcto no es empeñarse en mantener una determinada actitud a toda costa y bajo cualesquiera circunstancias —puesto que dicha actitud provocará indefectiblemente otra u otras de signo opuesto, con lo que la lucha se eternizará, sin que ninguna de ellas consiga imponerse definitivamente sobre las demás; eso sin contar que el momento mismo en que se alcanza la victoria marca inexorablemente el inicio de la segunda fase (fase de sentido opuesto) del ciclo—, sino adoptar una actitud en armónica consonancia con el mundo que nos rodea; comportarse en la riqueza como corresponde al rico; comportarse en la pobreza como corresponde al pobre; comportarse entre los bárbaros como corresponde a un bárbaro; y, de este modo, hallar en todas y cada una de las situaciones de la vida el equilibrio que nos permita establecer la ansiada armonía entre el mundo exterior y el mundo interior propio.

Evidentemente, para ello es necesario estar en posesión de un criterio práctico que haga posible la consecución de este objetivo, y este criterio práctico responde a una idea central. Ya hemos visto que el tiempo es el que hace que las antítesis puedan ser experimentadas, y esta experimentación subjetiva de las antítesis es, en definitiva, la que hace posible toda vivencia y todo conocimiento empírico. Pero, por otra parte, es necesario tener presente que no nos hemos de dejar arrastrar, sin más ni más, por el tiempo, sino que debemos cultivar en nosotros una paz interior, ya que ésta es conditio sine qua non para que el tiempo se convierta en realidad. Y ello porque en tanto sigamos a merced del tiempo, zarandeados de un lado para otro por cada nueva situación, limitándonos, por así decir, a reproducir el pasado en nuestra fantasía o a husmear el futuro, sumidos en el temor o en la esperanza, no seremos sino meros objetos entre lo muchos existentes, movidos mecánicamente por nuestro destino, de la misma forma que los objetos pura y exclusivamente mecánicos son movidos por golpes y contragolpes. En cambio, si conseguimos vivenciar en nosotros mismos, como punto central, el tiempo con sus antítesis, sin distanciarnos de él, el círculo empezará a cerrarse y experimentaremos el tiempo como eternidad, una eternidad que consiste precisamente en el fluir armónico del tiempo. Es en este sentido que debe entenderse la máxima “crea armonía interior”, que aparece en el libro Medida y medio; en dicha máxima se nos revela, por cierto, el secreto de la doctrina de Confucio.

Si consideramos ahora las antítesis que aparecen en el Libro de las mutaciones, tenemos que tener presente, si es que queremos entenderlas, que son totalmente abstractas. Se nos ofrecen, es cierto, símbolos en imágenes individualizadas, pero detrás de cada imagen surge una secuencia interminable de sutiles reflejos. A título de ejemplo, presentaré una de estas imágenes: el símbolo Yin. Yin puede ser la esposa, pero también puede ser el hijo, el ministro; en determinadas circunstancias puede ser incluso lo sensitivo en contraposición a lo cerebral. Pero, de la misma forma, puede ser la naturaleza vegetativa de nuestra persona, el alma en contraposición al ánimo. Puede ser asimismo lo viril en la mujer, lo masculinoide que toda mujer lleva en sí, como derivado. Resumiendo: Yin es siempre, en cierto modo, lo derivado, en contraposición a lo primigenio. Así se forman las antítesis. Por doquier podemos encontrar esta relación; no es el concepto fijo, sino la relación entre conceptos contrapuestos, la función conceptual dentro de la cual se mueven estas antítesis. Y precisamente por ello es posible conjugarlas y agruparlas, pues las unas reclaman la presencia de las otras.El fundamento de la existencia aparece en el Libro de las mutaciones como Tai Gi ---- ; Tai Gi es el gran polo, el acceso a lo fenoménico, el uno, la premisa; en una palabra: al igual que en el occidente europeo, aquello de que emana todo lo demás. Pero el secreto del Libro de las mutaciones radica precisamente en que, una vez sentado el uno, surge ipso facto la antítesis. Goethe dice en alguna parte que toda afirmación categórica alumbra inmediatamente una negación. De la misma forma, tan pronto como se traza un uno en el espacio, una línea, se tiene la antítesis, pues, en tal caso, el espacio queda dividido en un “arriba” y un “abajo”; o, en el supuesto de que la línea sea vertical, en parte derecha y parte izquierda, o, si se prefiere, en “adelante” y “atrás”. Con esta sola línea, una vez trazada, se obtiene la hexa dimensionalidad del espacio, como se dice en chino. Merced a esta premisa, lo que sigue a continuación aparece como dualidad polar. En el mundo de la antítesis polarizada, el polo positivo, primigenio, es representado asimismo por una línea indivisa (línea Yang) y el polo negativo, secundario, por una línea dividida en dos (línea Yin). Así, pues, con la misma formulación original nos llega una trialidad como fundamento de la realidad. Por eso leemos en Lau Dsi: «El uno engendra al dos, el dos engendra al tres, y el tres da origen a todas las cosas.»

Esto es erigido en principio válido para todos los fenómenos, para el acontecer puro, que tanta importancia tiene en el taoísmo y en el confucionismo; no es quietismo en sentido europeo, sino, antes bien, la disposición equilibrada a desempeñar, dentro de los fenómenos, el papel que, en cada caso, le viene asignado al hombre por el tiempo y el entorno.

Las combinaciones que se pueden hacer con tres líneas enteras o divididas son 23 = 8. Por ello, el Libro de las mutaciones se sirve de estos ocho símbolos primigenios, o signos básicos (Ba Gua), para reproducir las restantes fuerzas modeladoras de la realidad.

Si definimos la línea Yang como fuerte y la línea Yin como débil (polos positivo y negativo), a través de su combinación obtenemos los ocho signos, que comentamos a continuación.

En primer lugar, el signo , llamado Kiën, que representa la creación. Aquí tenemos tres líneas indivisas y, por lo tanto, fuertes. Ellas son el símbolo de lo fuerte, de lo indiviso, del impulso rectilíneo hacia adelante. La antítesis está constituida por las tres líneas divididas por el medio , que simbolizan la concepción (Kun). Y cuando Kiën es el tiempo, Kun se convierte en el espacio, en la hexadimensionalidad, mientras que el tiempo es la unidimensionalidad, en tanto en cuanto el movimiento apunta siempre hacia adelante. Para Kiën, la creación, no existe retroceso. Kiën, es cierto, puede detenerse; y cuando Kiën se detiene y cesa la creación, cesa simplemente el movimiento. Pero tan pronto como Kiën se pone en movimiento, se mueve indefectiblemente hacia adelante. Kun, la dimensionalidad, no se mueve, o, más bien, su movimiento es interno; por ello debe entenderse como un escindirse, mientras que el estado de reposo aparece como un cerrarse, esto es: como movimiento, no orientado al objeto, sino vuelto hacia sí mismo.Esta es la antítesis fundamental que impera en el mundo; sus elementos son el principio de la creación y el principio de la concepción. Goethe hablaría aquí de Dios y naturaleza, en tanto que alguien, recurriendo al esquema más generalizado, nos diría que los polos contrapuestos se llaman cielo y tierra. Pero, por encima de todo, se ha de tener presente que se trata de meras imágenes que sirven a la mente como puntos de referencia y que en ningún caso se han de erigir en conceptos absolutos o rígidos. Todo tiene que permanecer indefinidamente en continuo movimiento, mulante y fluido. De este modo, un elemento de la antítesis puede ser, por ejemplo, lo inmaterial, el otro lo material; y, ya dentro de lo inmaterial, éste puede ser lo mental, lo creacional, aquél lo sensitivo. Las perspectivas que se ofrecen a la polarización son ilimitadas; su esencia es siempre la relación existente en cada situación entre uno y otro signo.


Suponiendo que el signo Kiën  es el padre y el signo Kun  la madre, podemos asignarles seis hijos.
Para ello, la madre toma del padre, principio creador, una línea, el hijo primogénito  , que, por su sustancia, recuerda a la madre. (De acuerdo con esta visión, los hijos se parecen a la madre y las hijas al padre, aunque, naturalmente, dentro de ciertos límites; por lo demás, lo mismo podría decirse, salvando las distancias, respecto a abuelos, etc.) El segundo hijo es   y el tercero . La hija mayor es . El principio materno se sitúa en lo alto, y lo femenino aparece como línea decisiva. A continuación vienen la hija mediana  y la hija menor  . De este modo tenemos:

Kién, la creación.

Kun, la concepción.

Dschen, el trueno.

Kan, el abismo.

Gen, el reposo.

Sun, la suavidad.

Li, la claridad, la adherencia.

 Dui, la alegría.

Dschen , el primogénito, es la energía del éter, el trueno, la electricidad que invade el suelo, por ejemplo, en los primeros días de primavera.
En el segundo hijo, Kan , también está simbolizada la energía, aunque llevada a otro terreno; Kan es el agua y, más concretamente, el agua en movimiento: “asciende al cielo, baja del cielo, siempre distinta”. Es el agua que, en la catarata, se precipita a las profundidades, se pulveriza, asciende, convertida en nube, y cae de nuevo, hecha lluvia. Es lo abismal en cuanto que no conoce fronteras, sino que se precipita limpiamente a las profundidades. El movimiento se muestra en la línea central, línea de la actividad, enmarcada por dos líneas partidas.El movimiento encuentra su límite en el tercer hijo, Gen , que simboliza la montaña, el reposo. Aquí, lo fuerte está arriba, y lo débil abajo, y el movimiento es vegetativo. Y ello porque en China la montaña evoca una imagen muy distinta de la que tenemos en Europa. En China, la montaña es comprendida en el mundo circundante, con los bosques que crecen sobre ella, con todas las plantas que brotan de su tierra, con todos los animales a los que da vida, con las nubes que envía hasta los confines de los campos, a los que, a través de ellas, proporciona la humedad necesaria; la montaña es considerada el centro de la vida.
Esta es la idea que se esconde en el fondo del símbolo. El reposo se explica porque, al concentrarse, por así decir, lo celeste sobre la tierra —abajo lo terreno y arriba lo celeste—, arrastra consigo las influencias atmosféricas, y la vida alcanza la armonía.
Un movimiento similar aparece en los tres signos relativos a las hijas. El primero es Sun , la suavidad, lo penetrante. La imagen gráfica es el viento. El viento se extiende por doquier, penetra a través de cada resquicio, no con violencia, sino porque, al ser, por así decir, incorpóreo, es omnipresente. Ahora es conveniente comparar estos tres signos con sus opuestos. Allí, bajo el signo Dschen , tenemos la sacudida eléctrica, el trueno (en Europa diríamos el “rayo”, aunque expresa exactamente la misma idea), y aquí, bajo el signo Sun , el aire como imagen de lo sutil y penetrante.
En este signo hay una mayor constancia de lo material que en el primero, incluso en la naturaleza del movimiento, pero, aun cuando es también un elemento de gran movilidad, la suya es una movilidad distinta: Sun no es activo, sino que se adapta, es reactivo, se filtra e infiltra, y, de este modo, impone a la postre su energía. Sun es incluso, por ejemplo, la madera viva que penetra con sus raíces en todas partes, absorbe todos los jugos vitales que se esconden en la tierra y luego sale a la superficie.

En el signo Li  nos encontramos con una curiosa combinación. Aquí, las dos líneas fuertes son exteriores y la línea débil, oscura, ocupa la parte central. Li es la llama, lo que se adhiere. La llama no subsiste por sí misma, sino que necesita la presencia previa de un cuerpo en combustión: sólo entonces aparece la llama.

A través de estos ejemplos se puede apreciar el dinamismo que preside todas las concepciones chinas. Cuando se habla en Europa del elemento fuego, con harta frecuencia se piensa en él, o al menos se pensaba, como materia. Nosotros preferimos hablar, por ejemplo, del elemento aire, del elemento fuego, del elemento agua y del elemento tierra, pese a la nomenclatura imperante en el pasado en amplios círculos europeos. En China el fuego no se entiende como materia en el sentido europeo, sino que es un proceso basado en la conjunción de varios ingredientes: para que surja la llama tiene que haber antes madera. De aquí, el concepto de adherencia a algo y, también, de contacto con algo, a través del cual llegamos, por último, a la claridad, a la luz. También aquí tenemos la antítesis de Kan . Y, si ahora llevamos la relación al plano cósmico, nos encontraremos con algo en verdad sorprendente. Aquí aparece un sol que reposa como tal en el cielo. El sol es para nosotros fuente de luz. Pero, para los chinos, el sol no es algo primigenio, sino, por así decir, la concentración de la luz celeste; en el sol se concentra, para nosotros, toda la luz que irradia del cielo a la tierra. Pero el sol, como tal, depende de la fuerza celeste. De forma análoga, Kan es la luna. De acuerdo con todo ello, en China hay espejos cóncavos, con los que “se recoge el fuego del sol”, y espejos convexos, espejos mágicos comunes, con los que, como está escrito, “se recoge el agua de la luna”. (Se trata, en este caso, de una errónea observación de la naturaleza; al orientar hacia la luna el espejo liso en las frías noches otoñales, su superficie se cubre, naturalmente, con el agua del rocío, de la misma forma que el espejo ustorio recoge el calor del sol cuando se orienta a éste.)
La hija menor, Dui , la alegría, es asimismo, por así decir, el fin del movimiento. Aquí, lo débil está arriba y lo fuerte abajo. Aquí aparece simbolizada una boca riente; es la gozosa alegría que, como tal, tiene un fondo de amarga melancolía. Y de este modo surge una peregrina relación. Mientras que Dschen es la primavera. Dui es el otoño. El otoño es gozoso, es tiempo de cosecha, es la estación del año en que los frutos del campo llegan a los hogares. Pero, pese a todo su júbilo, el otoño es también tiempo de reflexión, pues en él se inicia el proceso que conduce a la muerte. Y en este júbilo postrero que lo troca todo en oropel, se esconde cierto rigor que, si no se manifiesta de inmediato, se esconde, sí, en el interior. Este signo, llamado Dui, tiene como símbolo natural el lago. Pero no el lago entendido como masa de agua, pues el mismo signo es válido para el metal, sino el lago en su calidad de fenómeno luminoso, radiante; acaso, el lago cabe la montaña. También pueden ser los vapores que emergen del lago y flotan sobre la tierra; el agua inmóvil, el agua vaporosa, el lago, el pantano; en una palabra: el agua en todas aquellas manifestaciones que se diferencian esencialmente de las que corresponden a Kan, el otro símbolo del agua, el símbolo del agua activa. Dui es lo que reposa en el agua de la atmósfera. Gen  es lo que reposa sobre la tierra y que recibe del cielo el soplo de la vida; Dui es, por el contrario, lo que reposa en el agua atmosférica y cobra forma jubilosa merced a la tierra. Ésta es, asimismo, una antítesis muy característica.


N 24h

                                                              Kan
                                                            el abismo
                  NE 21h                                                         NO 3h
                   Kïen                                              Gen
                la creación                                                   el reposo

                  E 18h                                                                                 O 6h                                    
              Dui                                                                       Dschen                          
               la alegría                                                                            el trueno          
          
                       SE 15h                                                         SO 9h
                   Kun                                                Sun
                 la concepción                                               la suavidad
                                                                 S 12h
                                                                Li
                                                          la adherencia

En el Libro de las mutaciones, los ocho signos aparecen en distintos órdenes, siempre de acuerdo con el carácter de la observación de que son objeto.

Un esquema muy adecuado para la meditación, que presenta el proceso del desarrollo de la vida en su ciclo hermético, figura en el apartado Schuo Gua (Explicación de los Signos), cap. II, p. 5, de un antiguo mantra [1].

La representación gráfica de los ocho signos, con puntos cardinales y horas del día, responde a la concepción europea.

Aquí aparece representada la vida en su dimensión espacio-tiempo. El espacio viene determinado por los puntos cardinales, cuyo orden, junto con el curso del sol, nos da el paso del tiempo. De este modo, las antítesis del espacio se suceden unas a otras y, por último, se conjugan en una síntesis, gracias al paso del tiempo. Por ello, los ocho signos aparecen a menudo distribuidos asimismo a lo largo del día. Naturalmente, también se pueden distribuir a lo largo del año. Sin embargo, en otra parte éste aparece ordenado de acuerdo con el Pi Gua, círculo de doce signos, a dos niveles cada uno, sacado del Libro de las mutaciones, pero como quiera que su examen responde a otros principios, aquí no nos referiremos a él.

Así, pues, los ocho signos están distribuidos de acuerdo con las horas del día y los puntos cardinales, pero, además, son objeto de una interpretación psicológica que reviste especial interés en este contexto. Implicaciones psicológicas de las horas que se suceden a lo largo de la noche, las encontramos, por ejemplo, en Fausto (principio de la segunda parte), cuando el protagonista, cansado de la vida, es reanimado merced a la fuerza vitalizadora de los espíritus. Por lo demás, entre la concepción goethiana y la del Libro de las mutaciones existe una coincidencia en verdad sorprendente, como podrá comprobarse con sólo consultar el mencionado pasaje.

Para una comprensión profunda de los parámetros espacio-tiempo hay que tener presente que cada una de las ocho fases dura tres horas y tiene su punto culminante en el medio. Así, por ejemplo, la primera fase dura de las 4,30 horas a las 7,30 horas, con el punto culminante en torno a las 6 horas, por lo que las 6 horas puede considerarse el punto ideal para la salida del sol. Siguiendo con el examen del círculo, nos situaremos, por así decir, en el centro, con la mirada hacia el sur; entonces, uno comprenderá fácilmente la proyección psicológica del movimiento que tiene lugar de izquierda a derecha.

De acuerdo con el mantra, cada fase tiene su significado, a saber:

1. “Dios aparece bajo el signo del trueno.” Aquí, Dios es entendido como expresión de la energía vital nueva y exultante. El signo Dschen  denota el momento en que la vida empieza a alentar de nuevo. La fuerza luminosa se muestra, abajo, como línea celeste, indivisa, que pone en movimiento lo terreno. El sol se levanta, se levanta, poco a poco, la mañana y las cosas cobran realidad. Pero, de momento, sólo ha despertado a la vida lo interior, lo psíquico: ha caído el velo del sueño. Pero, con ello, el mundo exterior queda consolidado en sus raíces. Y precisamente ahora, cuando empieza el día, se impone un acto de decisión consciente: mientras las cosas permanecen distintas, cuando apunta apenas el primer atisbo de vida, incidir sobre los gérmenes del mundo exterior de forma que sólo dejemos acercársenos aquellos que nos son idóneos. El signo trueno es extraordinariamente activo. Los acontecimientos del mundo exterior irán tomando forma ante nosotros de acuerdo con la naturaleza de su actividad. De la misma forma que el sol inicia su curso como héroe que marcha jubiloso al triunfo, así también nosotros debemos afrontar, conscientes, la lucha cotidiana, ya desde el mismo inicio, cuando todo sigue aún en su germen, y acometer día y trabajo de forma activa.

2. El siguiente estadio nos trae de inmediato el trueque de lo espontáneo subjetivo en lo objetivo reactivo mediante el signo Sun . Su lema dice: “Bajo el signo de la suavidad, todo alcanza su plenitud.” Sun, la suavidad, conlleva la idea de penetración, lo cual significa, en este caso, que las formas se realizan. Cuando el día se levanta, la vida llega a nosotros y cobra de nuevo realidad; las distintas motivaciones, con todos sus detalles, que tal vez olvidamos durante la noche, se nos acercan de nuevo con la energía de la vida. De aquí la apostilla: “Plenitud consiste en que todos los seres sean puros y perfectos.” Las cosas cobran de nuevo realidad. Resulta un tanto extraña la idea de que las cosas pierden momentáneamente su realidad y la recobran cuando proyectamos sobre ellas nuestro interés, con lo que vuelven a ser importantes para nosotros. Pero, psicológicamente, es muy comprensible. Si conseguimos distraer de un objeto cualquiera todo nuestro interés, dicho objeto deja de existir automáticamente para nosotros. Vuelve entonces a la masa caótica de la existencia indefinida, que es para nosotros casual, ajena a nuestras consideraciones y vinculaciones. Lo único que puede ser objeto de nuestro interés es aquello en lo que, de alguna forma, ponemos una parte de nosotros mismos y, así, nos permite establecer una relación con ello. Esto significa que cada día construimos de nuevo nuestro mundo exterior. El problema se reduce aquí a levantar este mundo exterior con inteligencia, reflexionando primero sobre el interés que vamos a depositar en las cosas, esto es: qué clase de interés y en qué cosas. En definitiva, el hombre tiene que poner constantemente a contribución sus fuerzas. Si alguien pretendiera, por así decir, reservárselas, se encontraría con una acumulación que, a la postre, no le traería nada bueno. Pero lo que sí podemos hacer es elegir conscientemente las cosas en que queremos depositar nuestro interés, antes incluso de que éstas se acerquen a nosotros. Si no lo hacemos así, las cosas nos sorprenderán y se llevarán consigo nuestro interés; tanto si queremos como si no. Y, por regla general, el interés que nos es arrebatado de forma tan pasiva por nuestra parte suele ser muy poco armónico. Si, por el contrario, preparamos a tiempo —esto es, cuando aparece Dios bajo el signo del trueno— los gérmenes del día que nace y nos trazamos un plan de lo que queremos vivenciar en este día y, después, modelamos el curso de nuestras vivencias de forma que respondan exactamente a nuestra personalidad y a nuestras decisiones, podremos modelar el día armónicamente. Naturalmente, en todo ello concurre asimismo una cierta espontaneidad, pero no es una espontaneidad negativa, sino una instancia que por su actitud respecto a nuestras propias fuerzas hace que éstas tengan una proyección positiva. Aquí se muestra la primera antítesis: primero, el trueno; después, la suavidad. La conjugación de los elementos de esta antítesis llega gracias al paso del tiempo, en cuyo transcurso primero elegimos las cosas y, después, nos entregamos a ellas. Sobre la base de esta elección, podemos controlar nuestro entorno, sin necesidad de intervenir directamente, ya que, por así decir, hemos fijado de antemano cómo vamos a repartir nuestro interés; asimismo, podemos infundir realidad exclusivamente a las cosas que tienen un valor para nosotros, mientras que todo aquello de nuestro entorno que nos molesta, al no poderlo eliminar por completo, lo alejamos de nosotros y, si nos tenemos que enfrentar con ello, no lo hacemos de forma alocada, sino con prudente suavidad. Y ello porque ésta es la manera de acabar con lo desagradable: con suavidad, y no con rudeza. Nunca será posible disolver algo desagradable con rudeza, ya que con ésta lo hacemos más consistente. Por el contrario, el viento, lo suave, lo sutil, tiene la propiedad de disolver las cosas. Así, por ejemplo, el viento primaveral disuelve el hielo gracias precisamente a su suavidad, mientras que los vendavales de invierno lo hacen más consistente.

3. Llegamos al mediodía, cuando la jornada alcanza su cénit. Aquí tenemos el signo  Li, la luminosidad, del que se dice: “Gracias a él, las cosas se contemplan unas a otras bajo el signo de la luminosidad.” “La luz es el signo del sur. Los sabios, cuando abandonaban los negocios humanos, volvían el rostro al Sur, y gracias a su luminosidad todo aparecía en orden.” Aquí se muestran las cosas en mutua relación, aquí empieza la actividad, bien que una forma de actividad asimismo harto peculiar: una actividad basada en la observación. Existen diversos procedimientos para escrutar el hombre y las cosas, para llegar a conocer uno y otras. Uno de ellos consiste en acumular características, en extraer luego conclusiones de dichas características y, por último, en ordenar estas conclusiones para formar juicios con ellas. Ésta es una forma de observación. Pero existe además la basada en la intuición, aun cuando no es enteramente lógica. La intuición está por encima, no en contra, de la lógica. Una intuición que contradiga la lógica, no es, en realidad, intuición alguna, sino mero prejuicio. La intuición auténtica está en perfecta armonía con la lógica, con la sola diferencia de que va más allá que ésta. La intuición no ha surgido, por así decir, de los sutiles hilos del razonamiento lógico, sino que tiene un fundamento mucho más amplio. Y precisamente sólo a través de esta forma de intuición es posible influir en los demás, pues para influir en alguien hay que captar su interioridad. También se puede influir exteriormente —mediante el terror— en las personas, pero se trata siempre de una influencia pasajera. La violencia no puede alumbrar nunca resultados duraderos y auténticos. En definitiva, influir en los demás sólo es posible partiendo de la observación interior, de la comprensión que va de dentro afuera y que, por esta misma razón, proyecta luz sobre el interior del otro. Aquí nos encontramos con el principio fundamental de la creación cultural, principio que Confucio adoptó del Libro de las mutaciones y que, pese a todas las corrientes momentáneas, perdurará con toda seguridad a lo largo de la historia.

4. Así que las cosas se hallan en la claridad, le llega el turno al signo Kun , la concepción, del que se dice: “deja que ellos se sirvan unos a otros bajo el signo de la concepción”. Este signo no tiene aquí significación cósmica, sino que está comprendido dentro del proceso psicológico y significa la comunidad. Así que sujeto y objeto han establecido una relación mutua, tiene lugar un servicio recíproco en el marco de la comunidad y, a través de esta comunidad, son alimentadas las cosas y éstas alcanzan la plenitud de la vida. Esto es algo que sólo es posible en comunidad. Ningún ser humano puede acabar una obra por sí solo, pues la complexión de toda obra requiere el concurso de la comunidad. También el artista necesita de la comunidad para acabar su obra; sí, y posiblemente sea el artista quien con mayor imperativo necesite de ella. Pero la comunidad no tiene que ser precisamente la compañía del vecino X o del vecino Y, de acuerdo con el sitio donde nos encontramos, sino que todos podemos extender nuestra comunidad a lo largo y ancho de siglos y milenios. Y si, por casualidad, no tenemos en nuestra vecindad nadie que pueda ofrecernos esta comunidad, no hay impedimento alguno para que la descubramos en siglos o milenios pasados; y siempre encontraremos una compañía tan estimulante que nos permita llevar a cabo una obra conjunta. Así, Confucio, en tiempos de suprema soledad, vivió en compañía del duque de Dschou, del que, cronológicamente, estaba separado por más de quinientos años. Pero tampoco es necesario que recurramos siempre a un pasado más o menos remoto. En la práctica siempre habrá una comunidad que, de acuerdo con la obra a realizar, esté en condiciones de llevarla a cabo como corresponde. Y esto es precisamente lo decisivo: comprender que se trata de un servicio. Toda obra es servicio, es responsabilidad. Por ello, toda oportunidad de trabajar debe aprovecharse como una oportunidad de servir y, en consecuencia, no hay que ser demasiado exigente con las personas que, en determinadas circunstancias, le son asignadas a uno para un trabajo. ¡Tanto peor para nosotros si no conseguimos sacar nada de estas personas! Puesto que podemos observar al hombre y captar su esencia, tenemos que aprender a descubrir una instancia que nos permita el acceso al interior de las personas y trabajar con ellas a partir de aquí; entonces, la obra que empecemos sí que alcanzará la madurez.

5. Así llegamos a la tarde, que se encuentra en abierta y peregrina oposición respecto a la mañana. Aquí, la tarea cotidiana llega a su fin. Aquí se juntan los hilos. Aquí aparece el signo Dui, la alegría  , del que se dice: “se regocija en el signo de la alegría”. Es la cosecha del día, transportada al hogar y convertida en dicha. También esto tiene gran importancia: todo trabajo productivo requiere una elevada dosis de alegría. Llegada la tarde, tenemos que sacudir cuidadosamente el polvo que se ha ido acumulando durante el día —el signo Kun es el signo del polvo y durante su fase se producen dificultades de toda índole—; por ello, así que los hilos empiezan a juntarse, tenemos que sacudir este polvo de forma que todo irradie de nuevo jubilosa alegría. Sólo entonces será productiva la tarea. Es por esto que está escrito: “Él (Dios) hace que ellas (las almas) se alegren bajo el signo de la alegría.”

Este símbolo abarca la mitad activa de la vida.

A continuación viene la noche.

6. La noche no es menos productiva que el día, aunque de forma totalmente distinta. El hombre, una vez concluida la fase de su influencia sobre los demás, alcanza el signo Ki'én, la creación , del que se dice:

“lucha bajo el signo de la creatividad”. Transcurrido el día, empieza la noche. ¿Qué va a ser creado aquí y ahora? Y podemos imaginar: la creación consiste precisamente en el irrumpir del día. En el signo Dschen, el trueno, tenemos una forma de creatividad; la forma de creatividad idónea para la tarea cotidiana. Pero aquí la creatividad tiene un sentido muy distinto, puesto que, en realidad, significa: “lucha consigo mismo bajo el signo de la creatividad”. La tarea cotidiana ha sido llevada a cabo, ultimada, con júbilo. Y ahora surge la cuestión: ¿ha producido valores este día, o ha quedado todo en bella vaciedad? Precisamente para que no sea así hace acto de presencia la creatividad, que encuentra su razón de ser en la obra creada. Y aquí nos llega la voz de la conciencia con unos parámetros completamente distintos de los exteriores que rigen la sociedad, y nos pide una respuesta, una respuesta creativa respecto a la obra realizada, esto es: ¿están preparados los granos recogidos en la cosecha para una nueva tarea o, por el contrario, todo ha llegado a su fin definitivo?
Así como los temporales de noviembre sacuden de los árboles todo lo que está podrido e inerte, y sólo deja en ellos lo que está vivo, lo que puede volver a resplandecer en la próxima primavera, así también es bueno que el hombre, antes de sumirse en el sueño, dedique un momento —que no tiene que ser precisamente largo— a echar una mirada al día transcurrido y examinarlo en función de su trascendencia. Por eso está escrito asimismo: “lucha consigo mismo”. Se trata siempre de una lucha, en el curso de la cual el día ha de reafirmarse y justificarse frente al juicio divino; la creatividad es el cielo, es Dios, y el hombre ha de abrirse paso frente a Dios, no contra Dios entendido como algo exterior, sino en lucha con el Dios que llevamos en nosotros. Cuando he llevado a cabo mi tarea, puedo luchar, en mí mismo, con Dios, y, aun cuando la cobardía y la desilusión se empeñan en presentarlo todo como empresa estéril, yo, plenamente consciente de mi responsabilidad, me puedo abrir paso por encima de estas voces; al igual que en el relato de Jacob, en el cual éste, pese a estar herido, se batió con el ángel del Señor en defensa de su obra y, al fin, salió victorioso. Ésta es la intención oculta en las palabras de Dsong Ds'i, discípulo de Confucio, cuando dice: “Yo me examino a mí mismo diariamente bajo tres aspectos distintos.”

7. Hemos llegado a la medianoche; estamos bajo el signo Kan, el abismo , del que se dice: “Los deja reposar de sus fatigas bajo el signo del abismo.” Aquí tanto el abismo como la luna tienen significados completamente distintos. Ha llegado la noche de la vida, en la que, por así decir, el día es desposeído de su cuerpo y, por lo que respecta a los hombres, la cosecha es arrojada al abismo de la subconsciencia. Esto puede ocurrir de distintas formas. Hay personas —y todos pertenecemos a su mismo grupo en una gran parte de nuestra vida psíquica— que trabajan, por así decir, en la superficie. Y lo que se ha conseguido trabajando en la superficie es acumulado en el tabernáculo de los sueños, donde no tarda en convertirse en sueño, tanto en su forma como en su proyección, y a la postre termina en los dominios del subconsciente. Pero el sabio supremo —dice la sabiduría china— no sueña. Esto quiere decir que el sabio no necesita de estas imágenes evasivas, a las que llamamos sueños, pues vive en un estado desde el cual puede hacer llegar directamente al interior todo lo vivido. Este interior es la línea del medio, que discurre por entre orillas de perfil abismal. Aquí, la vida vuelve a su punto central más íntimo. Y aquí aparece el sueño que disuelve la consciencia. Aquí está la noche en la que nadie puede influir. Aquí está sencillamente la receptibilidad, pero una receptibilidad que no permanece inmóvil, sino que toma sus impulsos de la vida alumbrada por el día. Y si hay en ella algo valioso, se puede seguir adelante.

8. Y ahora llega lo más singular de todo: el amanecer, las primeras horas de la mañana. Su signo es Gen, la montaña, el reposo , del que está escrito: “El reposo es el signo del nordeste, donde se consuma el principio y fin de todos los seres.” En China, el nordeste tiene un significado misterioso, ya que es justamente el punto de la muerte y de la vida. La enorme montaña situada en el nordeste de China, el Taischan, tiene en todas las ciudades un templo dedicado a ella, y en estos templos se hacían públicos los nacimientos y las defunciones ocurridos en cada localidad, pues la montaña constituía, por así decir, el lugar en que se conjugaban la vida y la muerte. Puede decirse que, en cierto modo, en el transcurso de un día, se apaga el día precedente y se prepara la llegada del nuevo. En tiempos de vida normal se puede observar cómo estas horas tempranas poseen una enorme fuerza regenerativa, o más exactamente: en estas primeras horas nos llegan corrientes vitales completamente nuevas, y si conseguimos captar estas corrientes vitales, tendremos una valiosa reserva de fuerzas para todo el día siguiente; por lo tanto, en nuestras manos está llevar una vida sana con ayuda de estas corrientes.

Sin pretenderlo hemos dado un paso adelante: hemos pasado del día, tal como se desarrolla en el espacio de veinticuatro horas, a la vida en su conjunto, vista como un día. Aquí podemos sorprender la esencia del pensamiento chino. La vida es entendida como un día que se va formando lentamente, que encuentra su campo de acción, que tiene que elaborar su propia razón de ser, que acumula sus frutos y, por último, desemboca en ese misterioso y quieto silencio en el que se conjugan pasado y futuro. El confucionismo no se define de forma categórica acerca de lo que ocurre —y cómo ocurre— cuando se ha alcanzado la montaña. La vida penetra en la montaña y sale de ella. ¿Es el mismo ser humano, que toma cuerpo de nuevo, o es un ser humano distinto que, por así decir, ha recogido, como gérmenes de una nueva vida, los frutos ya maduros? El confucionismo nada dice sobre el particular. El taoísmo ha recogido la concepción, perteneciente a la tradición budista, de la transmigración de las almas. En el budismo auténtico no cabe una metempsícosis o transmigración de almas tal como nosotros la entendemos, pues para él no hay sustancias, ni siquiera sustancias psíquicas, sino sólo estados. Pero si queremos hacernos una idea precisa, tenemos que partir de la base de que esta concepción gira en torno al problema de la mutación. Si el hombre se sume en el proceso de las mutaciones y consigue mantener, no obstante, su propio centro, puede muy bien erigir lo perecedero en eterno y crear una obra que, a través de la evolución y consiguiente involución, mantenga una tensión que traiga consigo, como consecuencia, que la obra no se extinga con la muerte, sino que inicie un nuevo ciclo vital gracias a dicho impulso. Y la misión del ser humano podría ser muy bien, en este sentido, llevar una vida que alcance esta tensión, concentrar todas las fuerzas de que disponemos en la vida de tal forma que, una vez limpias de todo lo exterior, surja una actualidad, una entelequia que, como mónada, adquiera una nueva forma y permita progresar hacia el objetivo.

Si antítesis y síntesis se completan mutuamente —la antítesis es necesaria para que el individuo se aprehenda y comprenda a sí mismo, y la síntesis (comunidad) es necesaria para que el individuo encuentre un campo de proyección—, si síntesis y antítesis se completan de forma que en ellas se ultima la obra que recoge el pasado y lo entrega al futuro, el devenir no es mera apariencia, el tiempo no es mero fluir, sino que se transforma en Kairas, en el tiempo preñado de sentido que, a la vista de la eternidad, se proyecta como momento en la realidad.Así, el ciclo contemplativo se cierra con el secreto que Goethe explicó a su manera en el poema Symbolum:


“El futuro esconde
penas y alegrías.
Paso a paso, la mirada,
ni aun así asustada,
dirigimos adelante.
Y pesado y remoto
cuelga un velo
envuelto en respeto. Silenciosas
reposan arriba las estrellas
y abajo las tumbas...
Pero del otro lado llegan
las voces de los espíritus,
las voces de los maestros:
no dejéis de ejercitar
las fuerzas del bien.
Aquí tejemos coronas
en eterna quietud.
¡Ellas deberán premiar
con largueza a los activos!
os invitamos a persistir en la esperanza.”


[1] Véase I Ching, Libro Segundo, I. Schuo Gua, pág. 5.


8 de abril de 2013

Lo perdurable en la obra de Richard Wilhelm





El gusto por lo exótico no fue en verdad el motivo determinante de que Richard Wilhelm se ocupara de China —país que conocía demasiado bien por propia visión—, pero sí el de no pocos de sus discípulos y admiradores. Bajo cualesquiera condiciones, China ha venido siendo en Europa objeto preferido en la búsqueda de lo que no se tenía, una búsqueda que, a menudo, no se caracterizaba tanto por el «imperativo de hallar la verdad» cuando por el «placer de dejarse sorprender». Sin duda que por ello, los presuntos descubrimientos en cuanto a los cambios del trasfondo cronológico fueron tanto más llamativos, sólo que en muchos casos resultaron ser exclusivamente proyecciones de una imaginación volitiva, que se esfumaron junto con ésta.
Desde que Europa entró en contacto con el Imperio del Centro, China no había experimentado nunca un cambio tan profundo como durante los cincuenta años que se van a cumplir desde que Richard Wilhelm desarrollaba su actividad en Alemania. Lo más sorprendente es que, entretanto, se ha eliminado radicalmente la vuelta a lo antiguo, que constituía la más acusada característica del alma china. Todas las caracterizaciones que, por decirlo con palabras del escritor Lin Yutang, muy leído en América y, hasta hace poco, también en Europa, hablaban del «espíritu del primer otoño», compendio del «viejo pueblo» chino[1], están hoy en entredicho. Pese a la innegable extensión de su historia, China aparece en nuestros días, por el contrario, como un país singularmente joven cuyo radiante optimismo, objeto de la admiración no casual de las naciones en proceso de desarrollo, confiere a Occidente una imagen un tanto caduca, decrépita. Ya antes algunos observadores señalaron que, por paradójico que resulte, China era a un mismo tiempo antiquísima y muy joven, lanzando la teoría de que su característica privativa no era la edad, sino la atemporalidad, una atemporalidad que procede de la vital afirmación del presente y de la ampliación de éste hasta convertirlo de punto instantáneo, que es como se lo concibe en Europa, en un círculo que comprende por igual pasado y futuro. Pese a la misma violencia y decisión con que la China actual se ha desvinculado del pasado —medida, por lo demás, comprensible a la vista de las desde siglos cada vez más paralizantes categorías del confucionismo—, ha permanecido fiel a sí misma incluso en este sesgo. La inconfundible tendencia a la sencillez, la invencible confianza en la fuerza de la vida humana y el concepto infrecuente por real del tiempo, cuya esencia no es determinada, como casi siempre en Europa, por la idea de un objetivo futuro, sino por la del instante justo, todas estas peculiaridades se pueden encontrar también en la China actual. Sin ellas no se podría explicar ni el sorprendente desarrollo económico, producto de toda una teoría de invenciones al parecer primitivas, ni la ya mencionada confianza en sí misma incluso frente a las superbombas de la técnica, como tampoco la pretensión, que tanto viene irritando a la Unión Soviética, de alcanzar las fases del socialismo y comunismo ya en el presente, y no en un futuro más o menos remoto.
Con toda seguridad que, cuando intentaba difundir en Alemania la filosofía china, Richard Wilhelm no llegó a ver el desarrollo de la moderna China o, al menos, lo observó con preocupación hasta allí donde pudo intuirlo, como parecen indicar algunas notas suyas de la época de su segunda estancia en China a principios de los años veinte. Aquel desarrollo amenazaba inexorablemente a la vieja China que él amaba. Aparte de sus traducciones de clásicos chinos, que conservarán siempre su valor por la misma fuerza de su lenguaje, llevó a cabo asimismo investigaciones que alcanzaron el núcleo central de la cultura china y permanecieron poco menos que intactas a través de los años, porque, aunque tal vez Richard Wilhelm no llegó a saberlo entonces, presentaban conceptos no sólo de Confucio y Lao-tse, sino, en definitiva, del alma china. A este momento pertenecen en primera línea los distintos trabajos en torno al I Ching, que si los contemplamos dentro del marco cronológico de su aparición, nos revelan la lenta penetración de Richard Wilhelm en el complicado sistema de relaciones que preside este libro. En ningún escrito occidental anterior a él y en contadísimos posteriores a él —y de éstos, como detalle sintomático, casi exclusivamente en los de su hijo Hellmut Wilhelm— es presentado el I Ching como método válido para la interpretación de los más dispares procesos que tienen lugar en el mundo de la naturaleza y del hombre, tal como había sido desde un principio en China.
No menos interesantes son algunos trabajos de Richard Wilhelm, que se ocupan directa o indirectamente del concepto de la vida, específicamente chino, y se hallan claramente bajo la impresión del «movimiento vital» de 1923. Su estudio sobre la magia, en el ensayo El control del destino en China, puede parecer superado, pero precisamente en ello radica su interés para comprender las premisas «medievales» de que tuvo que liberarse la China actual, no sin adoptar algunos elementos de entonces, prescindiendo por completo de la insistencia con que conceptos similares se conservan hasta nuestros días en Europa. Como detalle característico del concepto de la «vida» chino, tenemos que tener en cuenta que en este idioma la «vida» está repartida entre dos conceptos totalmente distintos entre sí: la «vida» en el sentido de «destino», «curso y desarrollo de la existencia» es ming, y la «vida» entendida como «función», «vitalidad», «fuerza vital» es sheng. Esta escisión, que aparece en marcada oposición a la fusión —en el fondo sorprendente— de los dos conceptos en una voz única, como ocurre en las lenguas de Occidente, se manifestó en un mayor énfasis del segundo aspecto, siempre en comparación con la concepción europea, en la que predominaba más bien el primero. Con ello, individuo, racionalidad y libertad, de un lado, y grupo, fe y voluntad de integración ordenada, de otro, adquieren un valor específico muy distinto del que tuvieron en Europa, detalle éste a tener en cuenta a la hora de enjuiciar incluso la China de hoy. En sus escritos sobre las relaciones entre Oriente y Occidente, el propio Richard Wilhelm ha intentado repetidas veces un cotejo de los dos ámbitos culturales partiendo de estos parámetros. Semejantes comparaciones, que necesariamente no pasan de ser generalizaciones, son siempre, a decir verdad, peligrosas y muy vulnerables. Éste es el motivo de que sean evitadas por casi todos los sabios; en efecto, la observación a vista de pájaro de problemas complicados es en no pocas ocasiones una forma encubierta de temor y falta de confianza. Pero si, pese a todos los riesgos, las comparaciones son realizadas por alguien que, como Richard Wilhelm en el caso de China, emite juicios fruto de un conocimiento directo y basado en el estudio profundo, entonces tienen un valor tanto más elevado y duradero. En su caso, no sólo contribuyeron a reducir el prejuicio de la superioridad básica de la cultura occidental frente a la oriental, sino que, además, alumbraron la idea de que culturas vivas, que han de convivir y subsistir, son algo más que objetos de valor equiparable, pues poseen la posibilidad de complementarse y, con ello, la facultad de ampliarse y fructificar. En distintos aspectos de la trayectoria de Richard Wilhelm se refleja el destino del encuentro intelectual de Europa y China, que se inició como empeño unilateral y, superando actitudes negativas, se convirtió a la postre en intercambio. Richard Wilhelm colaboró desde el principio en este proceso, que sigue proyectando su influencia hasta nuestros días; Richard Wilhelm contribuyó a su alumbramiento. En Alemania, sus escritos en este campo han hecho historia; otros, en cambio, aún no son historia. Y como quiera que han sido sus escritos los que, en el más puro sentido de la expresión, han abierto el camino, todo intento de llegar a un mejor entendimiento con China en cuestiones fundamentales tendrá que seguir siempre el curso que, como avanzado caminante solitario, nos abriera Richard Wilhelm.


Wolfgang Bauer


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[1] Lin Yutang: Mi tierra y mi pueblo (Mein Land und mein Volk), Stuttgart, 1964, pág. 415.

Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega


El "último chino" en la nueva Europa




Richard Wilhelm regresó a Alemania con el propósito decidido de ocupar una cátedra de sinología en la universidad de Francfort del Main, pero el hecho escueto de que él, que había marchado como misionero, volviera ahora como profesor universitario, pone de manifiesto hasta qué punto afectó a su vida la inseguridad de Europa. Pese a todo el éxito, a la gloria incluso, que iluminó los pocos años que aún había de vivir en su patria, su existencia, en este último período, acusó una marcadisima fluctuación, al menos vista desde fuera. Precisamente la función mediadora que adoptó entre las más dispares esferas, exigía el abandono de toda posición fija. Y, así, Richard Wilhelm estaba no sólo entre China y Alemania, que se alejaba alternativamente de él en idéntica medida tan pronto como se aproximaba a una de ellas, sino también entre el presente y el pasado, representados, respectivamente, por el cristianismo y el pensamiento chino tradicional. La tercera y última línea de tensión que recorría su vida y que, en última instancia, fue cobrando cada vez más importancia, era la que separaba la religión y la ciencia.
Richard Wilhelm se había ido apartando a poco de la Iglesia para entregarse al cultivo de la sinología, sin abandonar por ello sus obligaciones como teólogo no sólo de enseñar, sino incluso de predicar. Todo ello se desarrolló bajo la presión de una negativa de la que su padre político Christoph Blumhardt llegó, por último, a tener conocimiento. A decir verdad, el contenido de su mensaje había cambiado esencialmente: en el centro se encontraba ahora la fe en la «humanidad» pregonada por Confucio. En su trabajo El hombre como medida y medio (Der Mensch als Mass und Mitte), publicado en 1927, describe el hundimiento espiritual de la cultura occidental en la primera guerra mundial y, luego, formula las ideas, poco frecuentes en un teólogo, que siguen:
«No sólo han fracasado los hombres —cosa que aún se puede admitir—, sino que nos vemos obligados a proclamar abiertamente: también Dios está muerto. El Dios de que se nos hablaba en nuestra juventud, que, como Señor y Padre bondadoso y todopoderoso, está sentado en algún lugar del cielo como una persona que, si bien supera al hombre en todos los conceptos, posee en cierto modo rasgos humanos, y que desde allí dirige la historia del mundo con poder soberano a su voluntad, no puede ser ya definido en consciencia como realidad, pues ninguna dialéctica conseguirá hacernos creer en semejante Dios, bueno y todopoderoso, después de todo lo que hemos vivido.» «Pero —sigue diciendo Richard Wilhelm— Dios no muere. Si hoy nos parece que está vacío el sitio del Dios trascendente, si sabemos que ya no hay un Dios que nos empuja desde fuera, tenemos que rechazar valientemente esta ilusión. Esto es pasado. No queremos seguirle con los ojos tristes, ni fijar la mirada rígida en el cielo, donde sólo las estrellas siguen su curso inexorable. Queremos volver a la tierra, donde se encuentra el hombre. Y mira ahí: lo hemos encontrado. En el hombre se esconde el poder divino que puede crear nuevos mundos. El hombre es llamado a erigirse ahora en representante supremo de la divinidad. En él se han de conjugar todas las fuerzas. El hombre es un ente cósmico grandioso y potente. No es el individuo, sino la totalidad, la totalidad imbuida en espíritu de la humanidad. Este hombre cósmico forma, con el cielo y la tierra, la gran trilogía. Y el hombre es medida y medio. Lo que en este hombre circula como sangre de la vida es divino. Y fuera de él no hay nada divino.»
El pathos del idioma permite descubrir por sí sólo que Richard Wilhelm, con su dolorosa desvinculación respecto a la fe en un Dios trascendente, no pensaba separarse también de la metafísica como tal. Por el contrario, sus intereses le llevaban una y otra vez a los terrenos que separan ciencia y religión y que, entonces, eran cultivados con esmero en una Alemania, a decir verdad, muchísimo más viva en lo espiritual pero insegura y, sin saberlo, abocada a una nueva y mucho más grande catástrofe espiritual. Richard Wilhelm mantuvo estrechas relaciones, por ejemplo, con la «Escuela de la Sabiduría», fundada a principios de 1920 por el conde de Keyserling en la ciudad de Darmstadt; dicha escuela cultivaba una filosofía natural irracional y perseguía de este modo una síntesis de todas las culturas del mundo. Las personalidades más destacadas con las que entró en contacto tenían plurales intereses, aun cuando cada uno de sus nombres definía una orientación específica: C. G. Jung, Ortega y Gasset, Albert Schweitzer, Hermann Hesse eran algunos de los más importantes entre ellos. «Me veo envuelto en muchos círculos», escribía en una carta fechada en 1927. «Ahora tengo que pasar, por así decir, de la lejana China a la incontrastablemente real, mezquina y sucia, viva y agitada Europa, y nadar en aguas turbulentas. Pero si el alto nivel espiritual alcanzado en China no proporciona fuerzas suficientes para salvar a nado las corrientes de Europa, dicho alto nivel no es auténtico. Pero yo creo que sí, que es auténtico. Y, así, penetro en el turbio charco, sin gesto ni sobresalto, confiando únicamente en lo que ha descendido desde las esferas superiores a la realidad de la salvación. Esto es también lo que tiene de grandioso la joven China. Quedan todas sus naves. Cuando quieran echarse a nadar tienen que esperar a que les crezcan escamas. Y, por eso, yo también estoy esperando a que me salgan escamas. Escamas para el mar de la vida.» La fundación del Instituto de China, en Francfort, constituye la culminación de la obra de Richard Wilhelm en Alemania. El instituto estaba adherido a la universidad de la ciudad, pero en lo económico su funcionamiento era harto complicado, ya que en él intervenía incluso el Estado chino, pero sobre todo un grupo de personas privadas. Sin el talento organizativo de Richard Wilhelm y, en especial, sin sus dotes singulares para ganarse el favor de personas de la más dispar mentalidad, el instituto nunca hubiera llegado a ser una realidad, ni hubiera conseguido despertar efectivamente en Alemania una especie de admiración por China en el corto espacio de unos años. Pero, a la muerte de Richard Wilhelm, se puso en seguida de manifiesto hasta qué punto aquel milagro se debía a su personalidad. Aun cuando inmediatamente ocuparon su sitio destacados sinólogos, el instituto perdió, casi de la noche a la mañana, gran parte de su fuerza luminosa a los ojos del público. Poco a poco se fue convirtiendo en un reducto de la ciencia y alejándose cada vez más de lo que Richard Wilhelm había querido hacer de él, contando para ello con la participación de China, incluso en el plano religioso. El instituto había abandonado ya la tarea que le fuera asignada inicialmente, cuando murió Richard Wilhelm, y no cuando, hacia el fin de la segunda guerra mundial, el edificio fue convertido en un montón de escombros por las bombas.
La sinología académica alemana, por entonces en su primera juventud —la primera cátedra sinológica fue creada en Hamburgo el año 1909, la segunda en Berlín el año 1912—, observaba la inesperada popularidad de Richard Wilhelm, no sin cierta simpatía, pero también con cierto desasosiego. A diferencia, tal vez, de las misiones en muchas de sus manifestaciones, la sinología alemana no había tomado parte jamás en la campaña de denigración de China que tuvo lugar al iniciarse el siglo XX, aun cuando algunos de sus representantes más destacados, como, por ejemplo, el gran historiador y sinólogo Otto Franke, pertenecían al cuerpo consular; muy al contrario, ya desde un principio, había luchado por el reconocimiento y la comprensión de China a través de su historia y su cultura. Sin embargo, precisamente por esto, tampoco se dejó arrastrar tan fácilmente por la súbita corriente de admiración a China que, de manera especial bajo la iniciativa de Richard Wilhelm, había hecho presa en amplios sectores de la intelectualidad alemana. Esto no se debía en modo alguno a una actitud agresiva para con China —actitud que, por lo demás, no cabe esperar de alguien que ha dedicado toda su vida a este país—, sino al escepticismo que inspiraba la entrega excesivamente crédula y, por lo tanto, necesariamente nada crítica de la nueva corriente. O más exactamente: lo que realmente llevó a la sinología académica alemana a adoptar una actitud de reserva fue el maridaje del entusiasmo y la ciencia, cuando ésta, por su misma naturaleza crítica, se aparta siempre, al menos en una situación ideal, de aquél.
En principio, aquí hay dos concepciones básicamente antitéticas que, en idénticas condiciones, aparecen a menudo y, a decir verdad, no sólo en el campo de la sinología: una concepción, de acuerdo con la cual el objeto sólo puede ser aprehendido desde dentro, con ayuda de eros, en una íntima vinculación de sujeto y objeto, y otra, para la cual el distanciamiento, la visión desde fuera, constituye precisamente base de toda percepción. A la hora de enjuiciar el trabajo científico de Richard Wilhelm, esta antítesis en el campo de la sinología fue personalizada. Las primeras palabras de un artículo sobre éste, salido de las manos de alguien que no era especialista en cuestiones chinas, lo ilustra con singular claridad: «Hay más que suficientes sinólogos, especialistas en China, viajeros e investigadores —se nos dice en el artículo— que nos informan sobre el Imperio del Centro y se afanan en transmitirnos su cultura. Pero, ¿por qué no han conseguido aún transmitir la cultura china como vivencia integral? ¿Por qué nos han mostrado, a lo sumo, imágenes parciales, parcelas, consideraciones filológicas o estéticas sueltas? La respuesta no es difícil: porque la cultura china no se ha convertido todavía para ellos en vivencia integral, porque se han ocupado de China como especialistas, como especialistas en filología, en estética, en ciencia, etcétera. Pero ¿por qué la cultura china no ha llegado a ser para ellos todavía la vivencia integral? Tampoco aquí resulta difícil dar una respuesta: porque no se han dado, porque no se han entregado a sí mismos totalmente, porque no se han inclinado ante este mundo gigantesco en actitud de servicio y respeto. Esta entrega, este servicio, esta respetuosa humildad constituye el secreto de Richard Wilhelm»[1] 
No puede sorprendernos que semejantes palabras no aliviaran precisamente las relaciones de la sinología académica con Richard Wilhelm, sino que, por el contrario, provocaran una actitud presidida por la arrogancia científica que, en ocasiones, llegó al extremo de afirmar injustamente - basándose sólo en la ausencia de un aparato filológico en las traducciones de Richard Wilhelm— que sus conocimientos del chino eran deficientes. De haber necesitado una refutación, hubiera podido disponer, a más tardar, de las traducciones del I Ching (1924) y de Lü-sbih ch'un-ch'iu (Primavera y otoño de Lü Bu We) (1928); la una ofrecía una interpretación del I Ching desconocida hasta entonces en Europa, y la otra la primera versión de un texto chino importante a una lengua europea, por lo que mereció un extenso y elogioso comentario de Paul Pelliot, posiblemente el más brillante sinólogo académico de su tiempo. Carl Hentze, uno de los relativamente escasos entendidos en cuestiones chinas que respetaron la memoria de Richard Wilhelm, escribió con justicia: «Lamentamos profundísimamente que el sabio Richard Wilhelm, trabajador incansable y honesto, se nos haya ido precisamente en el momento en que las sólidas cualidades de sus últimas obras hicieron callar a los críticos y a nosotros nos llevaron a confiar que de su pluma saldrían aún más»[2] 
El tiempo de que disponía Richard Wilhelm para superar las contradicciones existentes entre la sinología académica alemana y su visión de China era demasiado corto para limar incluso las diferencias idiomáticas y estilísticas. El lenguaje de Richard Wilhelm, más de pintor que de dibujante, en el que aparecían insistentemente términos como «secreto», «extraño» y «causa primera», que oscurecían muchas de sus manifestaciones hasta hacerlas poco menos que ininteligibles, horrorizaba a más de un científico. Pero este lenguaje fue también el que, en una época de inseguridad, con su empeño de traspasar una y otra vez los límites de lo definible cautivó a más personas que científico alguno consiguió interesar por su doctrina. C. G. Jung, que conoció a Richard Wilhelm poco antes de la muerte de éste y, fascinado por el I Ching, descubrió en las «imágenes» de este libro una galería de «arquetipos», se recreaba asimismo en su lenguaje, que le parecía pertenecer al dominio del «inconsciente colectivo». «Escuchar la palabra sencilla de Wilhelm, mensajero de China, en medio de la ruidosa disonancia de metal y madera que preside las opiniones de los europeos, es todo un alivio», dijo en su oración fúnebre. «Se advierte claramente que el lenguaje tiene la escuela de la ingenuidad vegetal del espíritu chino, capaz de expresarse con incomparable profundidad; denuncia algo de la sencillez de la gran verdad, de la simplicidad del significado profundo, y trae hasta nosotros la suave fragancia de la flor dorada. Penetrando con suavidad, ha hundido en el suelo de Europa un germen delicado, para nosotros una visión nueva de la vida y juicio después de tanto disparate de arbitrariedad y arrogancia»[3] 
Jung consideraba a Richard Wilhelm no sólo como a un científico interesado en China, sino —son palabras extraídas de una carta suya— como un «pilar para el puente entre Oriente y Occidente»[4], que, por este motivo, poseía cualidades muy singulares. «Palpando sólo superficies desnudas y lados exteriores de la cultura extranjera —dijo asimismo Jung en su oración fúnebre—, los espíritus mediocres no comen nunca el pan ni beben nunca el vino de la cultura extranjera, y, así, nunca surge la communio spiritus, esa íntima transfusión y compenetración que, alumbrando, prepara el nuevo nacimiento. El especialista ilustrado es, por regla general, un espíritu esencialmente masculino, un intelecto para el que la fructificación es un proceso ajeno y antinatural; por ello es un instrumento totalmente inadecuado para la procreación-transformación de un espíritu. El espíritu superior posee empero las características de la feminidad, con su vientre que concibe y alumbra, y es asimismo capaz de trocar lo extraño en un cuerpo conocido. Wilhelm poseía en toda su dimensión el raro carisma de la maternidad intelectual. A él tuvo que agradecer su capacidad para imbuirse, como nadie hasta entonces, en el espíritu de Oriente, lo que le capacitó para realizar sus imperecederas traducciones»[5]
Esta capacidad de imbuirse en la cultura china, capacidad que, por su parte, posee un marcado rasgo «femenino», aparecía hasta tal punto reflejada en la personalidad de Richard Wilhelm, que, a juicio de algunos de sus admiradores, en ella se aprecian más claramente los rasgos chinos que los europeos. «Richard Wilhelm se dejó captar y modelar de tal forma por la extraña cultura de Oriente —sigue diciendo Jung—, que, cuando regresó a Europa, nos trajo una imagen fiel de Oriente no sólo en cuanto a su espíritu, sino también en cuanto a su personalidad. Esta profunda transformación le exigió sin duda un gran sacrificio, pues nuestras premisas históricas son muy distintas de las de Oriente. La agudeza de la consciencia occidental y su cruda problemática tuvo que ceder ante la actitud humana más universal y ecuánime de Oriente, y el racionalismo occidental y su unilateral racionalismo ante la amplitud y simplicidad de Oriente. Esta transformación significó a buen seguro para Wilhelm no sólo un desplazamiento en su postura intelectual, sino también una disposición nueva de los componentes de su personalidad. El holocausto del hombre europeo era inevitable y también imprescindible para la realización de la tarea que le había reservado el destino»[6]
A decir verdad, la transformación interior aquí descrita es atribuida en general a otros muchos europeos que pasaron en China una parte considerable de su vida, aunque ciertamente en un sentido más trivial. Aparte de ello, lo que Richard Wilhelm tenía de privativo fue captado muy acertadamente por el conde de Keyserling, quien le definió como el «último chino». Él le había conocido durante el corto, característico período de tiempo comprendido entre la fundación de la República china en 1912 y la irrupción de la primera guerra mundial, en el círculo de los «ancianos de Tsingtau» y, a diferencia de C. G. Jung, había cobrado una impresión inmediata de la decrépita melancolía de la cultura china tradicional que se seguía cultivando en casa de Richard Wilhelm, pero que, por lo demás, se estaba hundiendo bajo el ataque de la intelectualidad joven. Su fórmula descubre un rasgo trágico en la vida de Richard Wilhelm, toda vez que este «holocausto del hombre europeo» fue llevado a cabo por él en un momento en el que muchos chinos se habían decidido a sacrificar el hombre chino para hacer frente a la amenaza de Occidente. La misma «vida» a la que los admiradores de China en Alemania elogiaban como concepto nuclear del pensamiento chino superior, que parecía superarse, al parecer sin esfuerzo, durante milenios, en el pasado y en el futuro, había abandonado ya esta mentalidad, sin que nadie en Occidente se hubiera dado cuenta de ello. «Justamente cuando en China se lanzó con fuerza el grito de abajo con el confucionismo, abajo con la vieja cultura —señaló Chang Chün-mai en su adiós a Richard Wilhelm— despertó en el extranjero el interés por nuestra cultura. ¿Será una peculiaridad del alma humana no estar nunca satisfecha con lo que tiene y tratar de alcanzar lo que no tiene?»[7]
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[1] Heinrich Berl: Badische Presse, 8.3.1930. (Artículo dedicado a la memoria de Richard Wilhelm)
[2] Carl Hentze: Richard Wilhelm, en Artibus Asiae, 1928/29, pág. 234.
[3] C. G. Jung: Obras Completas, vol. XV, pág. 71 (Gesammelte Werke, Bd. XV) Zurich, 1963.
[4] C. G. Jung: Cartas (Briefe), primer volúmen pág. 93, Friburgo, 1972.
[5] C. G. Jung: Obras Completas, vol. XV, pág. 64 (Gesammelte Werke), Zurich, 1963.
[6] Ibidem, pág. 72.
[7] Carsun Chang: Richard Wilhelm, el ciudadano del mundo (Richard Wilhelm, der Weltbürger), en Sinica, 1930, año 5, número 2, pág. 73.

Richard Wilhelm, La Sabiduría del I Ching - Ediciones Guadarrama, Colección Universitaria de Bolsillo Punto Omega